Hasta que cumplí los quince años no supe que mi padre se dedicaba a matar. Ni siquiera puedo escribir ahora que se ganaba la vida matando, porque no sé si se ajusta demasiado a la verdad. No era un matón a sueldo; no asesinaba a cambio de dinero, tampoco mataba por conveniencia o por venganza o por desesperación. "No es nada personal", le oí decir una vez. Yo estaba tumbada en el pequeño jardín de la casa de la abuela. Tenía media cara pegada sobre el césped que acababa de cortar y podía oler el aroma de la tierra, un olor agusanado que me atraía y me repugnaba a la vez. Sentía el sol de la tarde en la nuca y una brisa ligera erizándome la piel. Y las palabras de mi padre apuñalándome la espalda, las sílabas restallando como una navaja sobre el sílex. "No es nada personal", le dijo a la abuela con la frialdad de una amenaza cuando ella le preguntó por qué hacía lo que hacía. Matar.

Hasta entonces yo no había pensado demasiado en la muerte. Una vez vi cómo atropellaban a un perro callejero frente a mi colegio; un coche le golpeó con la rueda, el animal quedó tendido por el impacto en medio de la calzada, pero creo que aún vivía. A la camioneta que venía detrás no le dio tiempo de frenar: pasó por encima del cuerpo y lo reventó.

Aparté la mirada en cuanto empezaron a brotar la sangre y las vísceras, y me alejé despacio. Eso fue todo. En cuanto a mamá, no llegué a verla muerta. Yo era demasiado pequeña cuando ella murió -tendría seis o siete años- y, en cualquier caso, ella no vivía con nosotras, con la abuela y conmigo. Me crie con mi abuela, mientras mis padres iban de un lado a otro, sin que nunca supiéramos muy bien dónde paraban ni de qué vivían, tampoco si de verdad estaban juntos. Al menos yo no lo sabía y creo que la abuela prefería no saberlo.

Su hijo, mi padre, venía de vez en cuando a vernos, sobre todo tras la muerte de mi madre. Siempre daba la sensación de estar de paso, con prisas y sigilos, mirando cauteloso por encima del hombro mientras esperaba a que la abuela le abriera la cancela del jardín, la espalda tensa, alerta, poderosa. Vestía vaqueros viejos, zapatillas de deporte, camisas sin planchar con rosetones de sudor bajo las axilas; el desaliño y el olor agrio que exhalaba a su paso evocaban una vida a salto de mata, sin demasiadas oportunidades para el aseo. Se sentaba en uno de los butacones de la sala, abría una lata de cerveza y me preguntaba con desgana qué tal me iba en el colegio. Ni siquiera se esforzaba en exceso en ejercer de padre. A veces me traía regalos: figuritas de artesanía, alhajas de plástico o rudimentarios juegos didácticos que tenían las instrucciones escritas en intrincadas grafías y en idiomas desconocidos.

Pero no me hablaba de sus viajes. Me mandaban a jugar al jardín y ellos dos, la abuela y mi padre, se enzarzaban en largas conversaciones en voz baja con las rodillas muy juntas. Sus murmullos me llegaban como un rumor opaco e impenetrable cuyas claves no me interesaba demasiado descifrar. No sentía curiosidad ni tampoco afecto por ese desconocido que de vez en cuando irrumpía en nuestra rutina doméstica, con su mochila al hombro, sus aires conspiratorios y ese aroma a hoguera y a intemperie que permanecía flotando en el salón, como una estela fantasma, cuando se marchaba.

Pronto me di cuenta de que, tras cada una de esas visitas, mi abuela, durante algunos días, quedaba sumida en una especie de letargo. Se mostraba poco comunicativa conmigo y vivía pendiente de las noticias que daban por televisión. Aquello, el que la abuela se quedara muy seria cuando daban noticias de atentados y explosiones, era algo tan común que durante muchos años ni siquiera me detuve a analizar su verdadero sentido. Ella enmudecía si la pantalla mostraba los efectos devastadores de un coche-bomba o un cadáver tendido junto a un charco lacado de sangre, cubierto por una manta, de la que asomaban unos pies inmóviles, a menudo despojados de uno o de los dos zapatos. Yo siempre pensaba en el perro reventado ante la puerta de mi colegio, en los intestinos derramándose, en su tenue color violáceo. Me parecía natural el silencio áspero de la abuela ante esas imágenes, su ensimismamiento atribulado; tampoco me preguntaba por qué, cada vez que sabíamos de esos atentados, ella comprobaba con desasosiego si el teléfono estaba bien colgado sobre la horquilla, como si esperara una llamada crucial, o como si la temiera. A mí no me decía nada.

En esas ocasiones, la abuela era incapaz de articular palabra.

Yo tampoco preguntaba.