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Relatos de estío

La buena hija (III)

Relato ganador del LXVI Concurso de Cuentos organizado por la Sociedad de Festejos y Cultura "San Pedro"

Detuvieron a mi padre delante de nuestra casa, al término de una de sus visitas fugaces. Se había dejado crecer unas patillas que le llegaban hasta los pómulos y una escueta barba de chivo le adornaba el mentón.

Ese fue el único cambio que noté aquel día. Su rostro, como siempre, mostraba una expresión levemente socarrona; su mirada, imperturbable y ausente, también era la habitual: la de quien está acostumbrado a enfrentarse con simplicidad al peligro. Me preguntó por el instituto, quiso saber si tenía novio -lo que dijo fue si "algún chaval me hacía tilín"- y oí cómo felicitaba a la abuela por haberme sacado por fin de ese colegio de monjas. La abuela se encogió de hombros y no le dijo que, en realidad, era yo quien había pedido que me sacaran de allí.

Quería que me cambiaran de colegio porque las monjas y las niñas habían dejado de hablar en susurros: me hacían preguntas en voz alta.

Preguntas sobre mi padre, sobre mi madre, preguntas ante las que los labios me temblaban de impotencia por la ausencia de respuestas.

Prefería empezar de cero en otro lugar.

Lo estaban esperando ante la puerta de la casa. Había una furgoneta de la policía aparcada frente a la cancela y, apostados delante, tres agentes armados, que se precipitaron sobre mi padre en cuanto lo vieron salir.

Mi abuela y yo lo observamos todo desde la ventana. Ninguno de nosotros había oído llegar el vehículo, aunque tampoco creo que hubiera servido de nada. Estaba acorralado. Un oficial con chaleco anti balas le colocó a mi padre unas esposas que destellaron al sol como pulseras de plata. Él no hizo ningún ademán de escapar. Miró al policía fijamente y le tendió las manos, altanero, como si todo aquello no le concerniera, como si supiera que, en realidad, la partida no había hecho más que comenzar.

La abuela apartó la vista de la ventana, me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia ella. Nunca había sido una abuela cariñosa, las muestras físicas de afecto entre nosotras eran escasas, casi inexistentes. A través de la tela de su bata, noté la fragilidad de su esqueleto quebradizo, su leve temblor de anciana. Me pareció que era ella quien necesitaba de un abrazo, porque acababa de presenciar cómo se llevaban preso a su hijo. A su hijo que mataba.

A veces, más o menos a regañadientes, acompañaba a mi abuela a visitar a mi padre. Teníamos que tomar un autocar de línea que nos llevaba hasta la costa, viajando toda la noche. A la mañana siguiente esperábamos hasta que circulaba el primer autobús urbano, que nos dejaba ante las puertas de la prisión. Veíamos a mi padre durante un par de horas en la sala de visitas, pues teníamos derecho a un vis a vis familiar. Siempre se repetía el mismo ritual: se encaminaba hacia nosotras con parsimonia, las manos en los bolsillos de los vaqueros, mirándonos oscuramente, como si su mirada surgiera del interior de una gruta sombría y húmeda. Cuando la abuela se acercaba a abrazarlo, él la detenía extendiendo un brazo, sin apenas permitir el contacto; después hacía con la mano un gesto de despreocupación, de indiferencia, y se sentaba a charlar. No recuerdo muy bien lo que nos decíamos, pero recuerdo la actitud de mi padre: hablaba con arrogancia, casi desprecio, como si fuera invulnerable e inmortal.

Supe que, en el penal de mi padre, había otros presos encarcelados por motivos similares: individuos que también mataban sin que mediara nada personal en la elección de sus víctimas, camaradas de filia hermanados en el mismo fanatismo ciego, aséptico, desapegado.

Algunos familiares se organizaron, viajaban juntos hasta allí, establecieron redes de asistencia y arreglaban encuentros compartidos.

Sin embargo, tanto la abuela como mi padre parecían estar al margen de es ese tipo de reuniones. En una ocasión, coincidimos con uno de esos grupos en el control de seguridad a la entrada de la prisión. Había varios adultos, sobre todo mujeres, y también algunos muchachos más o menos de mi edad. Al principio no se dieron cuenta de nuestra presencia; hablaban entre ellos mientras esperaban a que los guardias terminaran de revisar sus pertenencias, intercambiaban saludos, codazos, bromas. De pronto cayó un silencio grávido en la sala de espera; algunos de ellos, vueltos hacia nosotras, nos miraban sin pestañear, la mirada encendida por un ardor intransigente; otros se retiraron hacia un rincón, como si les repeliera nuestra cercanía. Yo recordé aquel episodio del bar el día del entierro de mi madre. Pero, a diferencia de entonces, mi abuela, al percibir la tensión a nuestro alrededor, agachó la cabeza y simuló rebuscar en el fondo de su bolso.

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