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Relatos de estío

La buena hija (IV)

Relato ganador del LXVI Concurso de Cuentos de "San Pedro"

Pronto aprendí a zafarme de las visitas a la cárcel, aduciendo cualquier pretexto que la abuela aceptaba sin discutir: un examen importante, menstruaciones dolorosas, una impostergable cita médica. Ella, a la vuelta, se empeñaba en relatarme con entusiasta minuciosidad los pormenores del viaje, a pesar de que yo nunca le preguntaba nada al respecto. A medida que pasaban los años, aprendí a detectar en el tono aparentemente animoso de su voz algo que fallaba, que delataba un quebrantamiento, una fragilidad desconocida. Con el tiempo, mi abuela se había convertido en una mujer de andares torpes, mirada mansa y espalda dolorosamente arqueada. Desde el día de la detención de mi padre, algo se le había roto por dentro, sin ruido, pero dejando abierto un orificio diminuto que iba agrandándose día a día, por el que penetraba una amargura colmada de espanto y de ignominia. Desde ese día, también algo profundamente desventurado rondaba las habitaciones de nuestra casa, ovillándose en los rincones, en los espacios de nuestra vida; algo siniestro se había aposentado en los pasillos, flotando a nuestro alrededor, agarrado a las paredes, igual que antaño flotaba durante días la estela fétida que mi padre dejaba a su paso. Solo que ahora ese hedor turbio se había instalado para siempre, sin que valiera de nada abrir las ventanas una y otra vez para que corriera el aire.

Tampoco valía de nada cambiarse de colegio o esconder la cabeza en la hierba del jardín para esquivar la verdad: yo era la hija de ese señor que mataba. Y mi abuela era su madre.

La muerte de la abuela fue un desenlace. La conclusión natural para un insidioso horadamiento que acaso arrancó mucho antes del día que tuvo que hacer una llamada para que se llevaran a mi padre en el furgón policial, que habría comenzado cuando ella supo que su hijo mataba; desde que tuvo que preguntarse quién le habría inculcado a su hijo ese desapego metálico -nada personal- al referirse a las muertes que infligía, si no se lo habría inculcado ella misma de alguna manera, si no sería ella la responsable última de tanto desatino, de tanto cadáver desangrado, de tanto rastro de gusanos.

A Alberto lo conocí por casualidad. Es obvio: todos los primeros encuentros entre personas obedecen a una concatenación en mayor o menor medida azarosa de circunstancias. Pero me refiero a que nuestro encuentro no tuvo nada que ver con quiénes eran o habían sido nuestros padres. El padre de Alberto fue uno de aquellos cuyo cuerpo, tendido inerte sobre la acera, fue cubierto piadosamente con una manta, que, sin embargo, no alcanzó para ocultar los restos de su masa encefálica diseminados sobre el pavimento. Había muerto de un disparo a bocajarro en la nuca, por la espalda. El hombre que apretó el gatillo era mi padre.

Aquello también lo averiguamos a destiempo, cuando Alberto ya había dormido demasiadas veces en mi cama y su presencia comenzaba a desterrar aquella tristeza que aún poblaba la casa en la que yo continuaba viviendo, sin mi abuela. Había logrado construir mi vida adulta al margen de nombres y apellidos y filiaciones. Encontré un trabajo anodino en una agencia de viajes, no tenía muchos amigos y a nadie daba demasiadas explicaciones sobre mi familia o mis orígenes.

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