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Relatos de estío

El caballo ganador (I)

Primer premio del XIII Certamen de relato corto "Eugenio Carvajal"

Las manos le temblaban tanto al encenderse el cigarro que la llama del mechero parecía contonearse como una de aquellas bailarinas adornadas con brillantes y plumas que había visto sobre el escenario, moviendo sus brazos hacia el cielo con un ápice de esperanza, como si pudiesen echar a volar dejando atrás aquel nido de depredadores. No solía fumar, pero ahora exhalaba nubes de humo que delataban a un corazón trabajando por encima de sus capacidades. Contemplaba el reflejo de sus labios en un charco, contrayéndose para dar caladas con la violencia de las agallas de un pez agonizante, mientras las cenizas caían sobre éste como nenúfares suicidas que morían con la rapidez de su agitada respiración. Las voces de los croupiers y los dealers aún retumbaban en su cabeza, cantando como sirenas un irresistible 'hagan sus apuestas'. La rítmica repetición de esta frase había hipnotizado, una vez más, su razón, convirtiendo su cartera en un barco destinado a un naufragio seguro en la tempestad que se creaba en su vaso al agitarlo, enfadado y torpe, cuando perdía de nuevo. Al empleado no parecían importarle unas cuantas gotas de alcohol sobre la mesa, pero cuando la pérdida fue cuantiosa, un aspaviento desesperado provocó una ola sobre el tapete y, empapadas, las fichas rojiblancas parecían salvavidas que habían fallado una vez más en rescatarle de sí mismo.

El ceño fruncido del hombre que repartía fue suficiente para atraer a un fornido vigilante, con los brazos también fruncidos, que apareció súbitamente tras él. De nada sirvió que intentase, en vano, limpiar el alcohol que había derramado con la manga de aquella sudorosa camisa donde ya no quedaba ningún as. Su comportamiento fue la puerta giratoria entre el interior y el exterior.

Dentro del local todo era un teatro, un abanico de posibilidades que reían tras un abanico, luciendo sus cabellos sedosos y su amor desinteresado por hombres que tapaban las arrugas de su cuello con pañuelos de seda. Las luces de las máquinas y los rítmicos movimientos de decenas de brazos que tiraban de las palancas al unísono, en lo que en un pestañeo parecía una estudiada coreografía, eran sólo el comienzo de una puesta en escena impecable. ¡Y qué actores! Si pudiesen dividirse los intérpretes en dos grupos, tendríamos a los que pueden retratar la humanidad de una persona en su máximo esplendor y los que pueden deshacerse de ella sin ningún reparo, siendo éste último el grupo que actuaba cada noche en el casino. Entraban con la corbata y la sonrisa bien puesta, acompañados de séquitos que reían todas sus gracias o de una actitud ganadora. Sin embargo, entrada la noche, cuando el sudor había deteriorado los maquillajes y el constante posar de los vasos machacado las memorias, nadie sabía cuál era su papel: se metamorfoseaban en máquinas que jugaban a las máquinas. Pero no, aún no estaba lo suficientemente densa la oscuridad para camuflar los vicios en su telar de sombras, por lo que su comportamiento atrajo las miradas y los susurros al ser demasiado serio, demasiado amargo, demasiado real para todos los que jugaban buscando diversión en aquella noche recién nacida, buscando divergir de su vida; tomar un desvío a un lugar mejor subiendo por una escalera de color. Así que, minutos antes de estar tirado en la calle, sin saber si lo que exhalaba era humo o su propio aliento, había dado un agradable paseo hacia la puerta acompañado del guarda.

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