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Relatos de estío

El caballo ganador (III)

Primer premio del XIII Certamen de relato corto "Eugenio Carvajal"

Volvió a perder, pero a esas alturas del día, o más bien de la noche eterna y luminosa cernida sobre él, le daba igual. Se encaminó hacia la salida con una parte de la multitud, constituida en su mayoría por gente contrariada que maldecía entre dientes o soltaba coces contra los objetos más desvalidos. Casi esbozó media sonrisa cuando echó un último vistazo atrás y vio relinchar al caballo perdedor como al que había vencido, con el mismo orgullo, mientras que ellos avanzaban como un rebaño cabizbajo.

Cuando volvió la cabeza al frente, las cosas empezaron a darle vueltas. No fue el agotamiento ni el hambre, sino la mano de un padre revolviendo el pelo de su hijo, intentando desenredarle el enfado. Viendo que no lo conseguía, se puso la chaqueta que llevaba en el brazo y sorprendiendo al niño en la mitad de la patada que pensaba darle al papel con el nombre del caballo por el que habían apostado, le subió sobre sus hombros. La risa del niño terminó de espolear su ira y avanzó por la cola con la violencia del caballo recién marcado por el hierro candente. Creyó oír la voz del padre defendiendo a su hijo, y eso le enfureció aún más.

Si le preguntasen cómo había llegado hasta allí desde el hipódromo, no sabría decirlo. Hizo el camino ciego por el dolor y una bruma intentaba protegerle de sus propios pensamientos.

Si le preguntasen por qué buscaba con frenesí en todas las ranuras de las máquinas expendedoras, sí sabría decirlo. Pero no lo haría.

Parecía hacerle cosquillas a las cabinas para ver si caía algo; acariciaba el metal como si fuese a leer en braille la clave que liberase una lluvia de cobre. Necesitaba alguna moneda hija del despiste o una máquina averiada, la cual, tal vez, tuviera debilidad por la gente que va sin zapatos y echase calderilla que los transeúntes no escuchaban caer. A veces le podía la ira y, en cuanto la persona más cercana se extinguía de su vista, comenzaba a golpear el aparato para intimidarlo y que acabase soltando, tembloroso, un par de tímidas monedas que meter en la tragaperras más cercana, con sus luces y su música carnavalesca, una feria donde poder ser niño otra vez. Acabó sentándose en un portal, abatido, mientras el ir y venir de cientos de piernas hacían de barrotes, transformando la acera en una cárcel que le impedía ver más allá. Pero, cuando las runas que le pesaban en el estómago empezaron a augurar el vómito y se levantó de un salto, vio algo que le llamó la atención en la acera de enfrente.

Tras el cristal, permanecía estático y sonriente, pero su quietud le revolvía las entrañas, tal vez porque sabía que su hijo, en el que no se había molestado en pensar todavía, lo había pedido varias veces y nunca había habido dinero para comprarlo. Bueno, al menos hasta que su mujer lo encontraba convertido por arte de magia en boletos de apuestas del hipódromo, medio desecho por el lavado. Ella ahogaba sus lágrimas en el centrifugado de la lavadora antes de volver a su puesto de subestimado genio matemático; las ecuaciones necesarias para poder comer con lo poco que su marido le decía que tenían eran un enigma algebraico. Observaba desde el escaparate con la expresión del que admira la bestia tras el cristal, debatiéndose ante su belleza y el peligro de sus crines, cuando de repente, un niño curioso alargó el brazo e impulsó al juguete. El caballo de madera empezó a mecerse, incansable, acercando con cada oscilación la cabeza al cristal, como si quisiera martillearlo poco a poco y escapar de allí, de todos esos juguetes bonitos y relucientes que intentaban distraerle del hecho de que estaba atrapado.

Él se sentía así. No era ajeno al hecho de que estaba atrapado entre las luces que parpadeaban en los casinos, seductoras, invitándole a huir con ellas del dolor, ni de sus intentos de refugiarse entre los maliciosos juguetes del azar, que prometían diversión de niños a precios de adulto. Como aquel potro de alma astillada, él se sentía atrapado, balanceándose en el mismo punto muerto, allí donde nadie podía ver su miseria, hundiéndose más a cada paso en las arenas movedizas de las horas malgastadas, contadas por un reloj empeñado para convertir su tiempo en oro. Siempre intentando avanzar en vano, siempre anclado en el mismo sitio; ganando y perdiendo ilusión con el vaivén.

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