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Relatos de estío

Saliunde (I)

Trabajo ganador del XIII Certamen Internacional de relatos cortos "Filando cuentos de mujer", del colectivo "Les Filanderes"

Son los pies descalzos de Debo Biop los que dejan esas efímeras huellas en la arena mojada. La marea ha bajado ya, pero las enormes dunas mecidas al son del viento dan la sombra suficiente para que la arena guarde ese plácido frescor tan propio de los atardeceres. Porque el sol comienza ya a ponerse, allá, lejos, donde casi la vista no llega y su túnica raída se mueve de un lado a otro, como bailando coqueta al ritmo del viento que sopla la mar. La mujer se detiene un instante e inspira pro-fundo, quiere guardarse dentro todo aquello que le resulta familiar. Mira a su alrededor y comprueba que está sola. Luego contempla la mar extinguirse en el horizonte, llena de esos visos ocres del atardecer. Pronto todo estará oscuro. Y oscuro se le antoja ahora su futuro, con esa negrura en los presagios que siempre arrugan los corazones como si fueran el más tierno celofán. Se abraza para protegerse del frío, para dar calor al alma y al desánimo y una lágrima recorre su mejilla por esa soledad que come a grandes bocados. Y es esa playa llena de barcos encallados, cenizas de los fuegos oceánicos, precisamente ésa, donde las huellas descalzas andan por primera vez el camino que habrá de ser el inicio de su viaje, el comienzo de su nueva vida. Precisamente ésa que deja atrás mientras regresa a la ciudad con ese sabor agridulce que siempre maridan los peores augurios. Ésa, que hoy cuando la luna ande en lo más alto, la hará desandar de nuevo sus pasos para reunirse de nuevo con ella. Ésa. Su playa.

Camina por la única calle asfaltada de Nuadibú. La ciudad, envuelta en una actividad frenética durante el día, duerme ahora profundo con la llegada de la noche. Las chabolas de hormigón se repiten una y otra vez volviendo la vista monótona y cansina. La basura desperdigada aquí y allá provoca un olor hediondo al mezclarse con el de los restos de marisco desechados sin orden por los mercaderes. Algunos perros flacuchos, aprovechando el libertinaje de la noche, arrastran trozos de basura a rincones oscuros para allí, protegidos por la sombras, comer salvajemente. Las moscas se agolpan invitándose a formar parte del banquete. Ya no se oyen a los niños corretear por las calles mientras sus madres desde las desechas ventanas los acechan celosamente. Debo Biop camina despacio, siempre camina despacio, siempre habla en bajito mirando hacia abajo. De su boca siempre salen susurros dulces y extremadamente plácidos. Por eso ya resulta normal ver a todo aquel que pasa a su lado sorprenderse y luego reír presa de la excitación y de la pulsión desenfrenada que da la burla y elaborar rápido con su dedo índice ese gesto inconfundible que evoca la locura. Ella no repara en ellos. No le importan. Tiene cosas mejores en las que pensar. Suele entonar entonces una vieja canción que le cantaba su madre cuando solo era una niña. Y las risas cesan, así sin más, fieras domadas por el látigo largo de una melodía serena, por el dardo tranquilizante del ronroneo de una voz.

Días atrás había entregado todo lo que poseía. Ése era el trato. Sus indigentes riquezas por la oportunidad de vivir. No le importó. A ella también le sorprendió la sonrisa que arqueó su cara cuando salió de allí sin nada más que la esperanza de algo mejor. Nerviosa. Temblando. Feliz. Ése era el trato.

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