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Relatos de estío

Saliunde (II)

Trabajo ganador del XIII Certamen Internacional de relatos cortos "Filando cuentos de mujer", del colectivo "Les Filanderes"

Debo toca en la puerta convenida y un negro fornido y alto le abre instigándola a pasar rápidamente. Allí dentro hay unas veinte personas. Solo tres mujeres contando con ella. Algunos niños. Todos muy asustados. Nadie habla. Algunos rezan, susurran una letanía que el resto sigue casi de forma inconsciente. El tiempo pasa lento, como si el segundero arrastrara vidas enteras. Repasa mentalmente lo que lleva en la sábana anudada, ahora sus únicas pertenencias. Ha cogido las dos mantas más abrigadas que tiene, algo de pan y algunos comestibles. En conservas como ellos le dijeron. Tiene algo de dinero. Poco. Del agua se encargan ellos. Ése era el trato. Un trueque sencillo, ¿acaso no vienen los más maravillosos sonidos de otros continentes? ¿No vienen los sueños de la vieja Europa? Resplandecientes oportunidades brillan con tal fuerza que se pueden ver desde aquí, desde la orilla de su playa, esperando al otro lado que unas manos dispuestas las agarren con fuerza. Sus manos.

La enorme voz de aquel hombre la saca bruscamente de sus pensamientos. Deben salir todos rápidamente y dirigirse hacia la costa, a unos dos kilómetros al este de la ciudad. La rodean para evitar las miradas curiosas y que a veces entrañan cierto peligro. Hace más frío ahora y el desierto, como un reflejo incalculable de la mar, termina de recordárselo. No deja de oler la mar. Está ahí, esperándola. Llamándola. El silencio perenne deja oír la marea de su voz rompiendo enérgicamente contra las piedras, marcando un ritmo atrayente y a la vez perturbador. A medida que avanzan, unos cuantos grupos más se les van uniendo silenciosos, portan pequeños faroles a medio gas que se tambalean borrachos en la oscuridad. Sabe que será peligroso, pero es su decisión.

Tras andar un buen rato llegan al punto convenido. Una figura en la lejanía porta una linterna que, a modo de faro, señala el camino. Todos siguen al guía hasta la luz. Los tres cuartos de la luna colgada en aquella oscuridad son suficientes para poder avanzar. Llegan a la pequeña playa con pasos precavidos, como de niños que comienzan a andar. Esta vez la arena está tan fría que al pisarla un escalofrío recorre toda su espalda. Mira la embarcación que está encallada en la orilla. Es una gran barcaza de unos veinte metros de eslora. La madera está llena de desconchados, parece podrida, y los parches de pintura colocados de forma aleatoria la afean todavía más. El motor, cabeza abajo, despide un olor fuerte a combustible y a herrumbre. Tiene algunas algas enredadas en la hélice que al caer cobran el aspecto de una descuidada cabellera. El timón adquiere ahora la turgencia de una gran nariz y el conjunto, una divertida apariencia humana que los niños se encargan de resaltar con sus risas. El negro fornido la agarra por el brazo diciéndole que suba a la barca. Debo trata de hacerlo lo más rápido que puede, no es fácil, y un hombre termina por ayudarla a subir y le ordena brusco dónde sentarse. Al apoyar sus pies en el suelo de la barca nota el medio palmo de agua fría acumulada. Una vieja bomba extractora situada en un lado de la barca consigue a duras penas mantener el nivel del agua estable. El chorro con sus variaciones de caudal provoca un sonido relajante que contrasta con las prisas del embarque. Siempre le ha gustado escuchar a la mar hablar; rugir fiera en las tormentas, llorar triste en las marismas, gritar fuera de sí en los altos acantilados. Hoy no hay tiempo de escuchar. Hoy unas tablas que surcan la barca de babor a estribor hacen las veces de asientos. Hoy le toca sentarse entre dos desconocidos, un hombre y una mujer. Ella, extremadamente gorda, parece una barrera natural para el frío de alta mar. Él, un hombrecillo frágil y sereno que no se distingue por nada en particular. Al sentarse junto a ella nota su calor y no puede evitar sentir una inexplicable paz, una seguridad tangible, como si el tacto de aquella mujer fuera el de su madre y en un descuido pudiese agarrarle la mano y hablar de cualquier cosa o esperar uno de sus improvisados abrazos. No sabe el porqué, pero por una vez en el último mes se siente aliviada y deja caer su pesada carga en la compañía silenciosa de aquella completa extraña.

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