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Relatos de estío

Saliunde (V)

Ganador del XII Certamen Internacional de relatos "Filando cuentos de mujer"

Ya viene, le dice en voz baja. Ya viene. La luna, llena por completa, alumbra a la madre. No tarda en aparecer el dolor. Su vientre parece convertirse en piedra, llenándose de un dolor desconocido y desmesurado. Meryem le remoja la frente empapada. Su pelo teñido por el brillo negruzco del sudor la incomoda y Meryem, como leyéndole la mente, se lo ata haciéndole una coleta en lo alto de su cabeza. Jadea, respira, la mayoría de las veces grita. Su espalda parece romperse en cada dolor. Es un dolor raro, viene sin decir nada y se va de la misma forma y cada vez el descanso es menos duradero. Pasa de la nada al todo. Del paroxismo al sosiego. A veces muerde su túnica, haciendo que las fibras se resquebrajen cediendo a la presión. Hoy esos gritos de vida a bordo de las brisas no son capaces de despertar a nadie. Desea que los demás estén simplemente durmiendo, que la apatía o el reparo les quite las ganas de mirar, pero sabe que no es así. Algunos consiguen levantar levemente la cabeza sin fuerza para más, sus piernas, anquilosadas de tantos días sin ser estiradas, no dan opción. Meryem la anima con las pocas fuerzas que le quedan y le acaricia el pelo una y otra vez buscando tranquilizarla. Le susurra que es de una aldea cercana a la suya. Cerca de su amada y odiada Whotie, al sur de Mauritania. Debo Biop había hecho un largo camino para llegar a Nuadibú. No pudo despedirse de su madre, tampoco de su marido; un completo extraño para ella. Nunca fue una niña normal. Nunca quiso engordar como las demás mujeres de la aldea. La tradición decía que la mujer tenía que estar gorda para el hombre. Era sinónimo de feminidad y era considerado sexualmente atractivo por ellos. Nunca quiso ser una saliunde, tampoco pudo elegir. Un día se fue, simplemente portando su bien más preciado.

Y ahora el dolor la rompe de arriba a abajo. Y ya solo atina a respirar apresurada, a agarrar la mano de Meryem apretándola con fuerza, como si pudiera traspasarle el dolor a ella. Y las voces y el tiempo se entremezclan y la enorme cabeza de Meryem da vueltas a su alrededor sin coincidir sus palabras y el movimiento de sus gruesos labios. Pero el dolor no la deja ir, no, se ha prendido de sus entrañas y la saca del letargo con sus uñas afiladas, de salvaje naturaleza. Porque el descanso no es más que un parpadeo, una mota pequeña en el reloj de arena. Nada. Respira Debo, debes respirar o gritar o retorcerse si eso es lo que tu cuerpo te grita. Es inútil luchar, ella lleva más tiempo viviendo, acechando a la vida, lo tiene todo bien medido y estudiado. Por eso hay que dejarte gritar, o respirar o morder si es lo que el cuerpo pide. Llora, no pasa nada. Di que no puedes, que ya no aguantas más, grita que solo deseas morir y ella te retorcerá de nuevo para quitarte la razón. Porque no hay razón en parir, no debe haberla, ha huido a esconderse y esperar a que la tormenta pase. Porque la razón no dejaría que ahora tengas ganas de empujar, las mismas ganas, exactamente las mismas, de evacuar las necesidades de diario. No, ella te ataría con una mezcla de pudor y miedo y te diría que todo esto pasará. Pero no pasa, no puedes contenerlo y por eso empujas con todas tus ganas, con el grito aferrado en la garganta y la sangre oportuna que tiñe tu cara de un color febril. Y notas, porque debe ser así, su cabeza abrirse paso, queriendo salir a través de ti. Tu periné se distiende y sus pelos negros y rizados comienzan a asomar al ritmo de tus pujos y gritas porque crees que ahora sí morirás, que tu cuerpo se separará en dos como esa piel que las serpientes dejan atrás. Pero no. No, no y no. Tu mano busca a tientas en la apertura de tus carnes la cabeza de tu hija salir. Y luego gritas y lloras por el dolor, por la alegría. Maravillada ante un dolor tan fuerte y a la vez tan necesario. Mira, vamos, contempla su cabecita hinchada todavía por el largo viaje y sus bracitos regordetes llenos y llenos de vida. Mira sus movimientos primeros, inconclusos y torpones, y el llanto que, ahora sí, se oye con claridad porque el motor hace rato que dejó de funcionar. Mira sus ojos que son como los tuyos y sus ademanes delicados que dicen con claridad que es mujer, como tú. Mira a tu hija, a tu niña hermosa porque ya nunca podrás olvidarla. Y llora sin saber por qué, porque así ha de ser. Plena. Dueña de tus sueños, de tu vida. Nadie elige por ti hoy. Nadie. Abrázala, vamos, no tengas miedo. Muerde el cordón que te impide recostarla sobre tu pecho. Hazlo sin temor. Nada pasará. Luego ya sabes que viene el cariño y los besos y todas esas miradas que se buscan. Las de madre. Las de hija.

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