La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Relatos de estío

Los surcos en Sabero

Accésit joven del XI Concurso de microrrelatos mineros "Manuel Nevado Madrid" de la Fundación Juan Muñiz Zapico

El sol de julio caía implacable sobre las espaldas. El bermejo círculo de ladrillo de la antigua ferrería sobresalía en el paisaje como una rueda dentada y los piornos, sin apenas rastro de sus flores azafranadas, permitían atisbar las calvas del monte desmochado. Los vecinos del pueblo se apiñaban en grupos a las puertas del museo. A un francés le había dado por venirse hace unos meses al norte a fotografiar mineros. No eran de aquí de Sabero, en la cuenca oriental, sino de la occidental, de Ponferrada y de Villablino. Tanto da; la curiosidad, mezclada con un recelo atávico, embargaba a los vecinos y sus murmullos excitados se confundían en el patio lleno de guijarros.

El fotógrafo se había comprometido a inaugurar la exposición. No llegaba. No llega: al cabo de una hora abrieron las puertas los guías y con una sonrisa amable se disculparon en nombre del francés, que finalmente no podría asistir. Redoblado el enfado, los vecinos fueron avanzando hacia la entrada, desperdigándose por la arcada de luz y ladrillo.

El aire fresco les golpeó como una mano invisible. Se acercaron indecisos a las vitrinas que custodiaban las lámparas de petróleo, mil veces vistas, mil veces encendidas en el pasado, antes de detenerse en los paneles de la exposición. Los retratos colgaban del techo como murciélagos, prendidos de un fino hilo de metal. Reconocen las miradas duras como fundidos en negro. Cada rostro allí clavado como un puñetazo arranca sonrisas en ellos y provoca respingos en ellas. No es historia, no es memoria, aquello es la vida misma, se dicen maravillados. Todo parecía magnificado: los surcos de la edad de Segundino, el peso de la juventud en Lackowski, la mirada cansada de Armando, sugerente a su pesar por el arcilloso hollín, el marcado rictus en la sonrisa solo a medias esbozada de Luis.

Todos tenían nombre, por fin el minero superaba su propio estereotipo y contaba su vida en primera persona. Estas intuiciones bullían en la cabeza de los vecinos, que no sabían enunciarlas por serles tan cercanas, tan palpables. Ya la tarde renunciaba a su tiempo para dejar paso a la noche estrellada del norte. En septiembre, aprovechando la vuelta ciclista a España, Gonnord pudo acercarse al fin a Sabero. El verdor empieza a declinar en el valle, embargado de tibios amarillos.

-Qué alegría, compañeros del metal, compañeros del carbón- chapurreó en un castellano inevitablemente nasal mientras estrechaba la mano a algunos conocidos.

Uno de los mayores avanzó renqueante y tomó la palabra:

"Por nuestros muertos más recientes, los de la Pola. Por el cabrón de la cámara de comercio, que despidió a uno de los nuestros, a Luisito, cuando estaba en coma. Por la sentencia de muerte en este septiembre negro que huele muy mal, a cerdo concretamente, y que nos quita la última oportunidad de seguir en esto y cualquier otra oportunidad de quedarnos en la tierra. No conocemos al polaco ni al gallego, pero ya son nuestros porque son como nosotros. Somos nosotros, un pueblo poco dado a sentimentalismos, sufrido y luchador. Yo en esta exposición no encuentro paz, pero es que ya no sé con quién hacer la guerra. Antes había un patrono y los suyos a pie de mina; ahora se esconde en su chalet de la capital, detrás de las subcontratas, de los pactos, de las deudas del gobierno... Nosotros estamos donde siempre, plantando cara como siempre. He de decir que me ha sorprendido encontrarnos tan bien y que este francés nos ha retratado de miedo. Solo me queda decir que ojalá, ojalá pervivan el orgullo de la lucha y que no nos entierre la memoria. Porque aún estamos vivos".

Compartir el artículo

stats