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Relatos de estío

La isla de la libertad (IV)

Ganador del 52.º Concurso Internacional de Cuentos de Lena

Completar las infraestructuras de la isla polinesia costó dos años largos. Se construyeron alojamientos cómodos, se tendieron conducciones de agua, redes eléctricas alimentadas por generadores de energía solar y maremotriz, caminos asfaltados, canchas deportivas... Aun con la renuencia de algunos de los países más ricos, que hubieron de cargar con el grueso de la inversión, media docena de iglesias adecuadas al culto de las religiones más extendidas del globo.

Desde hacía ya algún tiempo el régimen penitenciario contemplaba la privación de libertad únicamente para los reos de delitos especialmente graves, aquellos a quienes se pensaba trasladar a la isla. Así que se decidió que, una vez desalojadas, desde la más humilde a la más sofisticada de las cárceles del mundo serían destruidas para borrar el último vestigio físico de una de las lacras históricas de la humanidad.

Y llegó el momento de rematar el proyecto. De la expectación se pasó a una actividad frenética. Todas y cada una de las prisiones fueron quedando vacías, lo mismo las moles de Alcatraz o San Quintín hasta las empalizadas del más miserable calabozo del trópico. Unidades especiales de la ONU se encargaron del transporte, la distribución y el alojamiento. En octubre del 2018 la infraestructura y los servicios básicos se hallaban en funcionamiento. La isla cobraba vida. La idea no había resultado imposible. El derribo de las antiguas prisiones -en una operación internacional simultánea, televisada en directo gracias al patrocinio de una empresa fabricante de puertas blindadas- constituyó una auténtica catarsis. Se había consumado el último rito.

¡En el planeta Tierra ya no existían cárceles!

La primavera del año 2019 en Nueva York se resistía a mostrar su rostro más amable. Un viento racheado y gélido irrumpía a media mañana entre los rascacielos obligando a abrigarse bien a la hora de la salida para el almuerzo. A esa inclemencia del clima achacaban los delegados internacionales el mal humor que mostraba el nuevo presidente de la Asamblea General, el camerunés Ngué Soumué, al abrir la primera sesión de abril. Sin embargo, no era la primavera lo que preocupaba al sucesor de Gustav el carpintero. Mientras concedía la venia para la lectura del orden del día, al presidente de la ONU le rondaba por la cabeza el texto del punto número 12, presentado por él mismo en uso de las atribuciones del cargo. Lo que le inquietaba era la previsible reacción de los asambleístas ante lo que proponía: "La revisión del proyecto sobre la alternativa internacional para la aplicación de penas... etc., etc.". No se trataba de terminar con la ya mítica realidad de la isla de la libertad ni de reimplantar el sistema carcelario. Con la nueva alusión ponía el dedo en una llaga que conturbaba a los gobiernos, pero que todos evitaban abordar directamente: el hecho de que continuaban cometiéndose crímenes y a los condenados había que procurarles alojamiento desde que eran detenidos hasta el momento de la condena que justificara su traslado al Pacífico.

Como cabía suponer, nadie tenía a mano la salida del atolladero. Se encargó una encuesta a jueces y antiguas autoridades penitenciarias y se decidió que una comisión de la ONU visitaría la isla, rompiendo excepcionalmente el aislamiento, para solicitar a los ex-reclusos sus ideas sobre cómo transmitir la sensación de la recién estrenada libertad a los presuntos criminales que aguardaban juicio en cualquier rincón del mundo.

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