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Relatos de estío

¡Cierra los ojos y vuela!

Primer premio del IV Certamen de relatos familiares "David Varela" de Turón

Nunca entendía los misterios que mi padre se traía con el invierno, años más tarde me contaron la historia de mi padre, un hombre de mina, que de pequeño había tenido la suerte de ir tres años a la escuela y sabía leer además de defenderse en matemáticas, bueno, defenderse, quien dice defenderse dice saber llevar las cuentas de la casa. Un invierno de guerra, tres hermanos de mi padre marcharon al monte y jamás supo nada de ellos. Mateo, el segundo de siete hermanos, aparecería veintisiete años más tarde en una fosa común de Guadalajara. Mi padre tan solo era un crio y pudo quedarse en casa. Unos años más tarde, lo mandaron a cuidar el ganado de una familia pudiente a Villamanín, cuando tenía trece años regresó a Turón y cinco meses después, empezó a trabajar en la mina. Increíble historia, quizás otro día tenga ocasión de contárosla.

Antes, os estaba contando que mi madre me había encargado lavar la ropa, a mí me encantaba, no, no creáis que me gustaba lavar la ropa en sí, a mí, lo que me gustaba era ese olor a jabón chimbo, o del natural del mercado, ese que dejaba las manos suaves y te daban ganas de tumbarte sobre el montón de ropa limpia que te engullera y dormirte y permanecer arrullada toda la eternidad. Ningún producto de hoy se asemeja al maravilloso olor del jabón de lavadero. También me maravillaba el ritual, ese proceso de esperar a llenar tu balde de agua, agua que en esa época del año, salía como un hilillo de agua increíblemente fría, las rudas tuberías debían de estar medio congeladas y el agua no fluía con agilidad. En una de estas mañanas yo guardaba la cola como un soldado, muerta de frío. En aquella época las niñas no llevábamos pantalones, eso era una cosa de hombres, yo, con unas botas de agua blancas, de pura goma, sin ningún tipo de forro, con unos escarpines por dentro y unos leotardos de lana como una protección, pisaba la nieve hacia el lavadero. No esperéis una increíble historia, un romance de posguerra con un galán apuesto que escapa conmigo a Francia. Así eran todas las mañanas, frío, rutina, coladas y tareas. Pero la cosa cambiaba los días de escuela, niñas y niños separados, aprendíamos ayudados por una enciclopedia que trataba más o menos todos los temas. Esos días eran los mejores, mi madre me despertada, yo iba a por leche, ella hacía el desayuno y esperaba a que mi padre regresara de la mina, encendía la radio y escuchaba las noticias, y luego un programa en el que ponían coplillas y algún éxito en español. Esa mañana sonada "Bésame mucho", y mi madre, como si de una estrella internacional se tratara, cantaba mientras echaba carbón a la cocina, bendita cocina, los que han estado al resguardo de una cocina de carbón me entenderán, os puedo asegurar y mirad que he vivido mucho, que solo he encontrado un calor parecido al de una cocina de carbón, el que sentí al abrazar a mi primer hijo. Maravillosas cocinas de carbón, que hacen que en los días de más frío, aunque estés cansada y quieras estar sola un rato, y no se te apetezca tener a tu madre merodeando, solo el microclima; por llamarlo de alguna manera, que se forma cuando la cocina está encendida y madre cose, ese calor perfecto que hace que te olvides de que en poco rato será la hora de comer, comer un caldo hecho con agua, cebolla, pan duro y un mísero pedazo de pollo, no teníamos mucho más, era fin de mes y solo esperaba el momento en el que el dinero llegara a casa para que pudiéramos darnos el atracón los domingos.

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