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Panza arriba

La prejubilación de San Agustín

Las conversiones radicales, como la del santo de la Iglesia, son habituales en todos los ámbitos de la vida

No sé si os acordáis de Agustín de Hipona. Igual no por el nombre. A lo mejor, tampoco por el sitio del que era. Pero, posiblemente os suene porque lo declararon santo. San Agustín fue santo, padre y doctor de la Iglesia Católica. Pero, antes de todo eso, fue un poeta un poco borrachete, un estudiante bastante faldero y un trapacero, pícaro, ladino, jugador, pendenciero y embaucador. En fin, un elemento de cuidado. Pero, como todo es nada y a esta gente siempre les da por oír voces en la cabeza, oyó en su interior la de un niño que le decía: entra en esa casa vecina, toma y lee. Al instante supo que era una voz divina. Cogió la Biblia, la abrió por las cartas de san Pablo y leyó el pasaje: "Al llegar al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de duda". Y, dicho y hecho, en cuatro días se dedicó a dar lecciones a todo el mundo de moral, de ética, de honestidad, de decencia, de decoro, de recato y de no sé cuántas cosas más, como para llegar a ser santo, padre y doctor de la Iglesia Católica. Casi nada.

Esto que da la sensación de que es raro, ocurre con bastante frecuencia. Seguramente con menos enjundia que en el caso de san Agustín. Pero todos conocemos casos por el estilo. Un compañero nuestro, del instituto, de misa los sábados en el propio centro y los domingos en los Padres Pasionistas, acomplejado por su nariz grande, hipocondríaco y misógino, lo encontré años después regentando una whiskería de carretera de la antigua Nacional camino de Almansa. Otro compañero, en este caso de Santa Marina, sin más adjetivos adicionales que el hecho de ser de Santa Marina, acabó de mandamás de los hare krishna en Guadalajara. Que suena a broma, pero es verdad. Como también debió de sonarles a broma a los amigos de Hipona -que de aquella sería como una especie de Santa Marina del norte de África- la reconversión del matón, mujeriego y borrachín Agustín en santo, padre y doctor de la Iglesia Católica.

En menor medida esto pasa en todos los órdenes de cosas. Yo lo tengo hasta en casa: la prima lejana que más lecciones nos daba en las cenas de Navidad de moral y buena conducta y nos loaba la obra y misericordia del padre Maciel, se acabó liando con el profesor de pádel y dando la espantada. Que nunca es tarde. Que siempre se está a tiempo. Que si bendecimos a san Agustín porque encontró el camino de la fe que le faltaba porqué no voy a loar a la prima mía que encontró otra cosa que también le faltaba.

Agustín llegó a Roma y, en cuatro días, cambió todo. La prima mía de la que hablaba llegó a clase de pádel y, en cuatro lecciones, cambió todo. Más ejemplos. Los que queráis. Estamos rodeados de conversos y reconvertidos. El Ayuntamiento mismo está lleno de ellos. Reconvertidos de sindicalistas en empresarios. Mutantes de capataces proletarios en políticos neoliberales. Conversos de las bondades de la prejubilación a los cuarenta años a renegadores del contrato relevo para los trabajadores municipales de sesenta años a su cargo. Y ahí estamos. Yo ya tendría que estar jubilado. Evidentemente. O, al menos, prejubilado. Pero esto es lo que tenemos en nuestras casas, entre nuestros amigos, en nuestro barrio, en el Ayuntamiento: agustinos convertidos en santos. Siempre. La historia es inexorable: siempre se repite. Como la morcilla, que decía Ángel González.

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