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Cosas de Duke

Marcelino M. González

De caballería

Una tarde tranquila con partida de mus en Lada

Allí estaban tranquilos, reunidos entorno a la mesa de juego. Callados, serios y cada uno de ellos observando minuciosamente los gestos del rival de su derecha. Unas copas y un gran cenicero sobre la mesa donde está desplegado un tapete verde con unas pequeñas tabletas metálicas y unos naipes. Un papel y un lápiz. "Embido", dice uno. "Dos más", dice otro. "Que sean seis", responde el primero. "Quiero", replica el segundo. Y, tras la barra, el dueño del establecimiento observa distraídamente el desarrollo de la partida. No sabe nada de mus ni tiene más parroquianos a esa hora de la tarde. Algo bulle en su cabeza siempre dispuesta a argüir una nueva peripecia. En esto entra en el bar un quinto parroquiano que se pone en una esquina y solicita un café. Los jugadores observan al extraño al que nunca habían visto por allí. Sonríen, pensando sin duda que algo se está cociendo y vuelven a lo suyo. "Llevo pares?" La partida continúa.

Cuando el foráneo está a punto de terminar su café pasa por la calle un jinete a lomos de un jumento digno de Don Quijote. Un Rocinante cualquiera. El hombre se apresura, sale a la puerta del bar y se queda mirando la cabalgadura hasta que desaparece de su vista, y regresa a su lugar murmurando: "qué trote más bonito tiene ese caballo". Y, sin dar lugar a la espera, el del bar sale de detrás de la barra, pone su mano en el hombro del nuevo cliente y le dice: "¿le gustan los caballos?", a lo que el otro responde que sí, que le encantan y que él había servido en Caballería. "Qué coincidencia, yo también". "En el Cuartel de Farnesio yo era el encargado de cuidar los caballos que traían a competir en el Hípico de las fiestas de San Pedro. Eran buenos saltando, pero había uno al que tenía un especial aprecio. Se llamaba Poderoso y tenía algo que le hacía perder pelo". El extraño le miraba atento y en aquel momento la partida que se jugaba quedó en suspenso. "Cuando vine de permiso, no hacía más que acordarme del caballo y pensé en llevarle algo a mi regreso. Así es que, esperando el tren, le compré una docena de pasteles. Llegué al cuartel y, antes de cambiarme, se los di, algo que me agradeció con un relincho. Oiga, ¿quiere creer que no habían pasado diez días y dejó de caerle el pelo?". Y el interpelado dijo, sin más, "adiós, buenas tardes". Y huyó de la emboscada. Ocurrió en Lada hace muchos años.

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