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El artista de Santibáñez de Murias (y III)

La historia profesional del artista allerano Tomás Solís

Una vez comprobada la naturaleza ovetense de Solís, tuve acceso al nombre de sus padres, Tomás y Antonia Rodríguez. Ésta era oriunda de la parroquia de San Cloyo pero el archivo había sido destruido cuando la guerra incivil pasada y nada pude obtener por ese medio; lo que sí pude deducir, examinando minuciosamente le archivo parroquial de Murias fue que Tomás había nacido en Santibáñez de Murias hacia 1650 en el barrio del Conforco. Como veremos, la trayectoria de Tomás nos permitirá situar la de Lorenzo desmontando aquella teoría de que este fuese pastor de ovejas en su niñez. Esta fábula fue creada, probablemente, desde un principio para darle más espectacularidad a la biografía del fundador, presentándolo como el héroe surgido de la nada que al fin de sus días realiza una gran obra para mejorar el nivel cultural de sus paisanos. Leyenda que, según pude comprobar fue alimentada a comienzos del siglo XX por el jesuita muriense Marcelino González, autor de un libro de carácter costumbrista sobre el valle del río Negro.

Pero volviendo a Tomás, hay que decir que era hijo de Andrés y Antonia González y el más pequeño de todos los hermanos varones. A este niño sí que le tocó correr detrás del ganado por aquellos caminos que conducen a Coto Bello, al puerto del Rasón y sus alrededores al quedar muy pronto huérfano de padre. Pero aquel joven estaba destinado a empresas de más envergadura y este hecho hay que relacionarlo con la llegada a Oviedo, años atrás, de un famoso escultor de origen gijonés que habiendo aprendido la profesión en el taller de Gregorio Fernández, renombrado maestro vallisoletano del arte barroco, creó una escuela propia en la capital del Principado. Nos referimos a Luis Fernández de la Vega, bajo cuyas enseñanzas evolucionaron en el arte de la talla algunos alleranos. Uno de estos, Domingo Fernández, en una de las visitas periódicas que hacía a su Murias natal, logró convencer a Antonia para que el muchacho le acompañara a su casa de la calle del Rosal prometiendo enseñarle aquella profesión en el espacio de cuatro años. Tomás había quedado deslumbrado por las palabras de su futuro maestro: la gloria y el reconocimiento social estaban en la ciudad y de seguir en Santibanes jamás saldría de la medianía y el anonimato. Oviedo, en cambio, era otro mundo: las misas solemnes en la catedral, las procesiones religiosas, el boato, las posibilidades de trabajo en las numerosas iglesias y conventos y la oportunidad de una inmejorable instrucción académica para sus hijos que facilitaba el colegio S. Matías regido por los jesuitas. Corría el año 1664 cuando se cumplimentó el contrato de aprendizaje ante escribano público por un cuatrienio durante el cual el maestro recibiría la cantidad de 40 ducados en tres plazos y, éste, a cambio proporcionaría al discípulo, además de las enseñanzas correspondientes, comida, alojamiento y parte del vestido. Hablar de escultura en nuestra región es referirse a la madera por ser, prácticamente, el material utilizado para ello que era, por otro lado, uno de los elementos básicos en todo el desarrollo cultural de Asturias a lo largo de los siglos. Efectivamente, en madera y sin un solo clavo se construía el hórreo y la panera, de madera se calzaba tanto el campesino como el burgués, de aquel material se fabricaban los carros de transporte y los aperos del campo y hasta los recipientes de cocina y comedor guardados en la cornisa. No es, pues, de extrañar que los templos asturianos, ya sean grandes fábricas conventuales, ya pequeñas capillas rurales, estén repletos de retablos de madera surtidos, a su vez, de un amplio repertorio de santos modelados en madera, que siempre cumplían con una función encomendada que era la de conmover a la devoción, para servir de ejemplo a una sociedad como la de los siglos XVII y XVIII, en continua evangelización por dominicos y franciscanos, reforzada, incluso, por la instalación de los jesuitas en Oviedo en 1582. Tomás, una vez situado en la capital, comenzó a servir al escultor y durante una buena temporada las cosas marcharon bien pues el joven no tardó en adaptarse a la vida urbana. Pasó el tiempo y las relaciones entre ambos comenzaron a agrietarse llegando a tal estado de deterioro que, mediado el año 1665, se vio obligado a abandonar precipitadamente a su instructor. En aquellos meses, Domingo, había ejercido más bien como amo y escasamente como maestro, ocupándole, frecuentemente, en trabajos que poco o nada tenían que ver con el arte de la escultura. Pero cuando un día le ordenó que se empleara en la huerta que tenía al lado de su casa, Tomás se negó a cumplir con el mandato. El caso es que, voló a golpes al muchacho y, éste, en vez de defenderse, optó por la huida como mejor remedio no dejando de correr hasta que superó la malatería de S. Lázaro del Camino, donde comenzaba una empinada cuesta que conducía a S. Esteban de las Cruces. Dos días más tarde, después de un accidentado viaje, exhausto y hambriento, llegaba a Santibanes de Murias ante la sorpresa de sus familiares. Esta salida precipitada de Oviedo le impidió cargar con su vestuario que, entre otras prendas, se componía de "un bestido de paño de pardillo de Agreda y unos calçones de Agreda arenoso y unas medias de paño y una montera y una cueria de vestir con sus mangas y cinco camisas?.". El maestro encolerizado por el plantón que le había dado el mozo, advirtió a sus familiares que no devolvería los vestidos si este no cumplía el contrato pactado. Pero Tomás que sabía como se las gastaba su convecino manifestó que "antes se volvería turco" que regresar a la casa de aquel déspota. Esta experiencia, aparentemente negativa en su vida le sirvió, por contra, para alcanzar la meta que se había propuesto al poner los pies en la capital. En la calle S. Pelayo ( hoy calle del Águila), tenía su taller otro maestro-escultor allerano que también había sido discípulo de Fernández de la Vega. Se llamaba Diego Lobo y era natural de Polavieja (actual Pola del Pino) que era la capital municipal. Lobo que ya conocía al muchacho, se comprometió (mayo de 1666) a enseñarle el oficio en un plazo de cuatro años durante los cuales trabajaría con algunos oficiales y aprendices que tenía bajo su mando. En el correspondiente contrato se estipulaba, además, que le debía de dar una capa de paño de treinta reales la vara, así como un par de zapatos y pensión completa. Por su parte, el discípulo, se obligaba en el periodo establecido a "no hacer ausencia ni resistencia y asistir a lo que mandara su oficio" , como reza el correspondiente documento. Durante aquellos años, Tomás trabajó duro ayudando al serrado de las diferentes piezas de nogal y castaño, y pasó largas horas e interminables jornadas familiarizándose con el martillo, el formón y la gubia. Dedicación que, por otra parte, estaba muy bien considerada en la sociedad de ese tiempo, lo que permitía la promoción personal y el entronque con ricas familias. El joven de Santibanes no fue una excepción en ese sentido y el 28 de agosto de 1672 contrajo matrimonio con Antonia , única hija de Bartolomé Rodríguez y de Catalina Villamar. La novia recibió de su padre una dote nada despreciable de 500 ducados, mientras que Tomás aportaba 3.000 reales de bienes raíces que en esos momentos poseía en su parroquia natal. El nuevo matrimonio pasa a vivir a la calle Santa Clara cerca de la iglesia de S. Juan y allí nacerán sus primeros hijos (José, Agustín, Josefa y Teresa). Durante estos años los contratos de trabajo del joven escultor se van sucediendo uno tras de otro y los viajes que realiza a Santibanes se producen con relativa frecuencia, unas veces para formalizar diversos negocios (préstamos, aparcerías), y otras para alojar a sus hijos en la casa de sus parientes, donde permanecerán los meses de verano. En el aspecto profesional, el año de 1677 va a ser decisivo pues formará parte de un proyecto extraordinario dentro de la arquitectura religiosa ovetense del momento: la construcción del retablo y capilla mayor del monasterio de San Pelayo. Este trabajo va a suponer su consagración artística, superando de forma definitiva a su maestro Lobo al actuar en estrecha colaboración con el célebre tracista burgalés José de Margotedo. Según el contrato establecido debía de culminarse en un plazo no superior a dos años alcanzando su coste los 4.000 ducados en cuya cantidad iban incluidos la adquisición de materiales, en especial la madera que debía de ser de nogal y la participación de ayudantes en calidad de pintores, cerrajeros y ensambladores. Este compromiso con Margotedo fue tan fructífero que le permitió dominar todos los secretos del arte barroco, imperante en la época, colocándose en un nivel superior a los discípulos de Fernández de la Vega, que trabajaban en Oviedo y en otros lugares del Principado. En julio de 1680 recibió el encargo del marqués de Camposagrado, Gutierre Bernaldo de Quirós, como patrono de la capilla mayor del convento de los franciscanos, de realizar un retablo para el altar de la misma junto con algunas imágenes de Santa Eulalia de Mérida, patrona de la diócesis, y de S. Francisco de Asís. El coste de la obra se ajustó en 10.000 reales y debía de ejecutarse en el término de diez meses y Tomás se hizo acompañar por su antiguo maestro Diego Lobo por el que sentía más que agradecimiento en el buen sentido de la palabra. Cuando este monasterio fue derruido, a principios del siglo pasado, D. Genaro Castañón, oriundo de Congostinas y, a la sazón, catedrático de Latín en el Seminario, usó de toda su influencia para que el retablo fuese trasladado a la iglesia de aquella parroquia lenense (que, precisamente, visité un día de 1993, tan pronto como tuve conocimiento de ello). En el mes de diciembre de 1686, compra una casa por 500 ducados en la calle del Rosal , bastante más espaciosa que la hasta entonces habitaba y que le permitirá acomodar a su familia , que sigue creciendo, de forma más desahogada. Aquí nació en 1693 su hijo Lorenzo del que ya hemos hablado en un artículo anterior; detrás de la vivienda tenía una huerta que lindaba con la cerca del convento de S. Francisco y siempre que paso por dicha calle-que han sido muchas veces- trato de imaginar la ubicación de esa casa que fue cuna de tan brillante militar. En 1702, realizó Tomás el encargo de una efigie de S. Juan Bautista para la iglesia de Santibanes que le encomendó el cura de Murias y este fue su último trabajo pues falleció en el mes de agosto. Tomás de Solís realizó, pues, una importante obra escultórica que no puede recogerse en esta apretada biografía pero, solamente, por su participación en los retablos mencionados, reúne sobrados méritos para ocupar un lugar de privilegio entre los hombres ilustres de Aller y es merecedor de dar nombre, en Moreda o Cabañaquinta, a una calle al igual que su hijo , el brigadier Solís, como ya he solicitado al Ayuntamiento en más de una ocasión. Confío en que alguna Corporación en el futuro sea sensible a tan justa petición.

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