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El futuro ya está aquí

Ya hemos superado la fecha que "Regreso al futuro" (la II) marcaba como futuro. Pasado el 21 de octubre de 2015, no hay coches ni patinetes voladores, la gente sigue peleándose, las videoconferencias son una realidad y la comida basura es la norma. También la crisis genera incertidumbre y temor, y el éxodo de los jóvenes. En cuatro años -puede parecer mucho o poco, es lo que lleva Mariano Rajoy en la Moncloa- alcanzaremos otra fecha marcada a fuego en los clásicos de la ciencia-ficción, casi tanto como aquel "1984" de George Orwell. El 1 de noviembre de 2019 se inicia a la narración de "Blade Runner", en la que Deckard (Harison Ford) cazaba a los replicantes o "pellejudos" (seres artificiales creados gracias a los avances de la ingeniería genética, a imagen y semejanza del ser humano. Vamos, lo que se supone que hizo Dios para crear al hombre) que habían tenido la desfachatez de revelarse y de llegar a la tierra para conocer cuándo iban a morir. Por que, al igual que las televisiones, las lavadoras, los móviles o las sandwicheras, estos seres se habían creado siguiendo las reglas de la obsolescencia programada: un día dejarían de funcionar, se morirían, y se acabó.

Haciendo una somera revisión de la película, y comparando los tiempos actuales con los imaginados por los guionistas Hampton Fancher y David Webb Peoples, que adaptaron la novela "Sueñan los androides con ovejas mecánicas" de Philip K. Dick, podría decirse que el futuro, es decir, el presente, tampoco está tan mal. Sigue sin haber coches voladores -una extraña obsesión de casi todas las películas de ciencia ficción-, la genética, aunque ha avanzado, aún no da para poder fabricar seres humanos como si fueran bombillas de 20 vatios, y por supuesto, la conquista del espacio sigue siendo una utopía futurista. Si el hombre no ha llegado a Marte, no está la cosa como para poder "ver naves en llamas más allá de Orión", o "rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhaüser".

Sin embargo, rascando un poco más allá de las meras apariencias, el oscuro panorama que pintaba "Blade Runner" no se encuentra tan alejado de la realidad actual. Más allá del tema de la identidad y de preguntarse qué nos hace humanos -base principal del filme-, en la película se tocan tres temas que sí se están cumpliendo. Uno, tratado de forma más tangencial, es el de la extinción de especies. En Los Ángeles de 2019 no había seres naturales o eran excepcionales, y si uno quería un perro, una serpiente o un pájaro, había que comprarse un bicho fabricado por la industria genética. Hoy en día los científicos -esas personas a las que la mayoría tacha de insensatas al principio, como Copérnico, Galileo o Miguel Servet, pero luego resulta que el tiempo les da la razón- afirman que nos encontramos en la sexta extinción masiva de la historia de la Tierra. Unas veces fueron los volcanes, otras un gran meteorito que se estrelló contra el planeta y ahora, la actividad humana. El ritmo de desaparición de especies es el más alto de los últimos millones de años, el cambio climático es una realidad y muchos de los animales más emblemáticos que conocemos desaparecerán, y sólo quedarán en los zoológicos?o como réplicas fruto de la ingeniería genética.

Un segundo tema que se trata en la película y que parece estar cumpliéndose es el poder de las grandes multinacionales, que empieza a superar el de los estados más potentes. En "Blade Runner", la Tyrrel Corporation controla la fabricación de seres vivos, tiene poder sobre la vida, y también sobre la muerte. Con ello comercia y obtiene beneficios, negocia y tiene un lugar preponderante en la ciudad: su sede, en la que, lejos del mundo real se encierra su dueño, Eldon Tyrrel, se asemeja, y mucho, a las pirámides, símbolo del poder de los faraones, dioses en la tierra. Hoy en día, los países sucumben diariamente a las presiones a las que los someten los grandes "lobbys" empresariales. Al inicio de la actual crisis económica, tanto el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, como el por aquel entonces máximo dirigente francés, Sarkozy, hablaron claramente de "refundar el capitalismo". De aquella afirmación nunca se volvió a saber, uno de los grandes problemas de los estados la evasión fiscal de las grandes empresas -Suiza, Luxemburgo y los otros paraísos fiscales, ya se sabe, no colaboran mucho- y mientras, el reparto de los beneficios favorece cada vez más a las grandes multinacionales frente a los trabajadores o las pequeñas empresas: los asalariados o los autónomos pagan muchos más impuestos proporcionalmente que estas corporaciones, que no juegan tanto con la ingeniería genética como con la fiscal.

La tercera reflexión es la relacionada con la esclavitud. En el enfrentamiento final, cuando el replicante Roy (Rutger Hauer) tiene a su merced al protagonista, le dice: "Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo". No ha hecho falta que la ingeniería genética fabrique humanos con fecha de caducidad ni conquistar otros mundos en el espacio para que esta definición de esclavitud se cumpla. Sólo hay que conocer las condiciones de trabajo en las que se encuentran los empleados de las grandes marcas de tecnología en Shenzen (China), o los talleres de costura de Bangladesh. No ha sido necesario invertir en crear esclavos y llevarlos a planetas a millones de kilómetros de distancia, porque los siervos ya están sobre la Tierra. Mientras, compramos nuestro nuevo móvil, montado a mano por un grupo de chinos que trabajan a razón de 16 horas al día, o adquirimos camisetas a tres euros en la última tienda de una cadena de ropa "low cost" en la Gran Vía de Madrid. La incertidumbre y precariedad laboral, la falta de oportunidades, también generan temor y provocan éxodos, como los que sufren las Cuencas con la pérdida de sus jóvenes.

Al final de la película, Deckard, el eliminador de replicantes, se percata de que, muy probablemente, él también es un "pellejudo", un ser sintético. Está diseñado para hacer el trabajo sucio, matar sin preguntarse el porqué, eliminar y ser efectivo en su tarea. No es más que un siervo. Con la información de la que disponemos en la mano, el móvil en la otra y la camiseta de tres euros puesta, ¿no seremos nosotros esclavos también?

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