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Rubén Darío, palabra poética

Las estancias del poeta durante tres veranos en Asturias

El notable poeta modernista Rubén Darío sigue presente en mi mente desde aquellos años de bachillerato cuando se estudiaba a fondo la gran trova literaria sudamericana y toda la ética y estética de sus creadores.

Y Rubén Darío, con trasfondo en Nicaragua, de nacencia en aquella aldea de Chocoyos en la verde Matagalpa, fue para mí la palabra poética, el simbolismo de una época, el acontecer de muchas historias y especialmente su talante de persona intensa, entusiasta, melancólica, rica en acciones, alma lírica, hispano ejerciente y trovador sutil. Su vida azarosa estuvo sujeta a ese afán poético nacido de su carácter, a su labor periodística en el diario "La Nación" de Buenos Aires donde desarrolló un trabajo eminente de corresponsal en Europa y América, junto al desempeño de la diplomática siendo embajador de Nicaragua en España, amén de otros cargos destacados.

El autor de "Azul" y "Prosas Profanas" fue un enamorado de la vida misma, un sentimental, en ocasiones atormentado por esa libación alcohólica que lo maltrataba y lo alejaba de la realidad, y un hedonista convencido. Sabido es que Rubén Darío fue un dandi y que el dandismo no era sólo una pose estética sino un programa de vida, una manera de ser, una forma de sentirse a gusto consigo mismo, un ideal vivido. En el tiempo que le tocó vivir se agarró a realidades prácticas, se convirtió en un viajero infatigable, fruto de su labor diplomática, amó a fondo lo que el devenir le ofrecía y buscó con ahínco la originalidad existencial dentro de ese trilogía: "Mundo, demonio y carne". Y en todo ese bullir de deseos aparece el poderoso anhelo espiritual del poeta que nos abre paso a su poesía como "una sed de ilusiones infinitas".

Y envuelto en sus tránsitos viajeros siempre recordó con pasión y fervor íntimos su periplo vacacional por tierras asturianas, sucedió en los veranos de 1905, 1908 y 1909. Unas estancias estivales a orillas del río Nalón en su desembocadura. Primero en San Esteban de Bocamar y después en San Juan de la Arena. Aquí en la región no le esperaba ningún cónsul hispanoamericano como ocurrió en Málaga, pero sí un médico amigo de poetas e intelectuales, José Buylla. Éste le tenía preparado un alojamiento en su casa, pero como Rubén Darío no llegó solo sino acompañado de su mujer Francisca, una criada y un secretario, el poeta no pudo aceptar tan amable invitación. Finalmente encontró alojamiento en una fonda con estilo y solera llamada "El Brillante" donde acudía una selecta colonia de veraneantes. Días más tarde y al sentirse incómodo por no poder trabajar ni vivir en la intimidad decidió cambiar de aires y se trasladó a una casa de San Juan de la Arena, propiedad del indiano Feliciano Menéndez. En aquellos "ardientes veranos" de principios del siglo pasado como el poeta señala, describió con agudeza visual y sensibilidad características el ambiente marinero y bucólico de ese entorno en su artículo "A la orilla del mar". Y entre otras cosas decía: "Me he venido a un rincón asturiano, pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas ni más automóviles que los cangrejos ante el caprichoso Cantábrico".

En este lugar asturiano donde el río Nalón fenece, Rubén Darío disfrutó con ánimo, sensaciones y placer sus experiencias veraniegas, jugó con los paisanos a los bolos, paseó en lancha por la ría naloniana, observó de lejos un naufragio, vibró con las canciones locales, conoció el espíritu abierto, locuaz y decidido de sus habitantes y cabalgó por diferentes puestas de sol en la atardecida cantábrica, entre su cuaderno de notas, el whisky sempiterno que le daba alas y mucha sinfonía trovadoresca. "Me es grata la estancia en esta tierra.", llegó a comentar.

Y es que Rubén Darío se muestra como es, con esa condición de poeta melancólico que muchos le atribuyen. Su paisano y estudioso de su obra el abogado y poeta nicaragüense Heradio González Cano apunta que ese melancolismo se explica por su hermandad con el romanticismo y remata que este vate de Metapa-Matagalpa, es el paradigma del verbo claro y sonoro, la imagen hecha pentagrama, la música en cada sílaba, en cada acento, en cada palabra, en suma una sensibilidad extremada para el verbo. Y los bardos coetáneos lo abanderaron por su dignidad gentilicia y por sus versos cotidianos y directos. Martí, Lugones y los realistas españoles. "Juventud, divino tesoro, te vas para no volver?".

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