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Velando el fuego

El barrio

La huella imborrable que deja en el primer contacto asambleario

Entre las citas que guardo con más cariño en la memoria hay una que, referida en un sentido genérico al concepto de patria (entendida como el lugar al que nos sentimos ligados por vínculos diversos), pone el centro de gravedad en los nexos afectivos. Y, por ello, la compara con una "asamblea de hogares". Estoy de acuerdo en que es en esa congregación hogareña en donde aprendemos a crecer y, al mismo tiempo, vamos dejando las primeras huellas que nos acabarán definiendo más adelante.

Por lo que a mí respecta, ese primer contacto asambleario se produjo a mi llegada al Barrio Urquijo (el Barrio, como lo denominamos aún quienes formamos parte de esa lumbre inmarcesible). Allí conocí a mi primer amigo, Enrique Serrano (al primer compañero de juegos siempre se le denomina por su nombre, y más cuando nuestra amistad ha logrado perdurar pese a tantas piedras y nieves como han caído sobre nosotros desde aquel 1951). Después de él vinieron otros afectos incondicionales; otros camaradas de juegos (el pinchu, los banzones, las fichas? ); las primeras travesuras y los primeros escarceos con la pelota en la plazoleta (de algo me tenía que haber servido ser el sobrino del mítico Munárriz); los primeros estremecimientos al cruzarnos con alguna vecina que nos hacía brincar el corazón; los intercambios de cromos de nuestros ídolos futbolísticos; las apasionadas peleas (a pedradas, muchas veces) con los jóvenes de lugares cercanos que osaban arrebatarnos nuestra supremacía callejera; los intentos de emular a Eddy Merckx con la bicicleta; la oscuridad cómplice del "callejón"; las fiestas en el Barrio con sus hogueras, templetes y las mejores orquestas del país (faltaría más)... Y, por encima de todo, la unión entre quienes vivíamos en las casas nuevas y las viejas, ya que todos formábamos parte y nos sentíamos integrantes de una misma cofradía.

Después el tiempo fue dejando su cuota de hollín en cada uno de nosotros, y los miembros de esa legendaria hermandad nos fuimos alejando más o menos kilómetros en función de las pulsiones vitales de cada cual; pero lo que sí puedo asegurar es que, todas las veces en las que el Barrio asoma en las conversaciones, quedamos tomados por la misma sensación de gratitud y de reconocimiento hacia ese espacio prístino que, en bastantes casos, llegó a ser depositario de nuestros mejores sueños.

Por eso, cuando leí en las noticias de LA NUEVA ESPAÑA que se iba a celebrar el centenario del inicio de las obras, no pensé tanto en el valor arquitectónico del lugar o en el paternalismo industrial que impulsó la Sociedad Metalúrgica de Duro-Felguera (hoy convertida en un prófugo profundamente desagradecido), sino, y sobre todo, en un viaje circular en el que, de una u otra forma, acabamos siempre regresando a nuestro primer puerto. Quizás por eso mismo, y sin ahogarse en las aguas a un tiempo plácidas pero también peligrosas de la nostalgia, es conveniente recordar, de cuando en cuando, que somos una concatenación casual de hechos y de acontecimientos, y que los recuerdos ocupan un lugar destacado entre ellos. Hasta tal punto que recordar significa volver a pasar por el corazón las aguas de la vida.

Aprovecho la ocasión para rememorar a quienes, por unos u otros motivos, aún continúan residiendo allí desde aquellos ya lejanos tiempos. Los identifico con los depositarios de un libro de memorias inagotable, con los últimos defensores de un baluarte mágico (ese Álamo que nos regaló horas inolvidables en el cine). Y es entonces cuando me viene al recuerdo aquella frase de Albert Camus: "De los resistentes es la última palabra".

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