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Dando la lata

Notas de piano

Recordar para futuras ocasiones: un cocido de garbanzos a mediodía no marida correctamente con un recital de piano por la tarde. Ahí estaba Lang Lang moviendo los dedos a velocidad meteórica mientras yo comenzaba a sentir una alarmante actividad intestinal. Y es que los gases que buscaban un escape, al hallar bloqueada la salida natural, maniobraban para retornar hacia el colon. En ese giro en un lugar tan angosto y oscuro rozaban las paredes con estruendo. Ñaaaaac. Menos mal que en ese momento el pianista chino volaban sobre un allegro molto vivace que disimuló el espantoso ruido surgido de mi interior. Poco después, en pleno pianissimo, a pulsación de tecla cada cinco segundos, sentí que la punzada en el vientre estaba a punto de reproducirse. Cambié de postura, crucé y recrucé las piernas, apreté el nagámen al máximo y presioné disimuladamente la zona cero. El aire garbancero sólo podría salir por las orejas. Pero maniobró. Gloglogloooo. Un dramático sonido de cañería atascada. Afortunadamente, alguien tosió de modo muy aparatoso, costumbre extendida entre los aficionados a la música clásica, un selecto grupo que gusta de reservar los ruidos catarrales para las funciones. Mi accidente intestinal quedó bastante camuflado. Sin embargo, advertí que mi vecino de butaca percibió algo raro, porque dio un pequeño respingo, como de susto, venciéndose sobre el otro apoyabrazos. Pero yo hacía como si nada, fingiendo embelesamiento por el etéreo pasaje de Chopin, si bien tanta presión me estaba haciendo sudar de lo lindo y sentía que alguna gota es escapaba por los costados. De repente, el portentoso asiático aceleró el ritmo, agitándose sobre su banqueta. Y vino otro gas, más espeso, como de compango. Y alcanzó el final del intestino delgado hallando cortado el camino de salida. Y se puso a girar. Y sonó. Vaya si sonó. Como el aullido de un lobo, pero más patético. El vecino lo oyó. Lo sé porque sentía sus córneas como puñales en mi parietal izquierdo. Y medio anfiteatro lo oyó. Hasta Lang Lang lo oyó. Porque repentinamente se detuvo, salió de su éxtasis chopiniano y buscó entre el público el origen de aquel sonido aterrador. Y yo, empapado en sudor, me volví hacia mi inquisitivo vecino apuntándole con el dedo acusador. Qué vergüenza. Entonces, él rompió a sudar.

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