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Velando el fuego

La tortilla de patata

Los recuerdos y anécdotas de las excursiones a la Peña Villa cuando llegaba la Semana Santa

Tengo un amigo que todos los años, al llegar estas fechas, recuerda las subidas a la Peña Villa que hacíamos durante la Semana Santa. Y puesto que su memoria, más que un amasijo de cables cruzados, se parece, sobre todo, a un estuche relleno de anécdotas hasta los bordes, no cesa de bombardearnos con las docenas y cientos de detalles que jalonaban ese recorrido. Hasta el punto de que en alguna ocasión he creído que sus archivos memorísticos están protegidos con un imán que los sujeta firmemente impidiendo que pueda deslizarse por entre ellos algún punto muerto.

De modo que, sabedores del habitual repertorio que nos aguarda durante esos días, aprovechamos la ocasión para echar a un lado tantas lagunas como se van apretando a nuestro alrededor. Y así, aunque sólo sea por un tiempo, volvemos a medir con él la distancia entre la subida oficial y el atajo que tomábamos, hasta convenir que era más sensato ascender por el cementerio (más empinado, pero de menor kilometraje) que hacerlo por la carretera, donde sucedía lo contrario. Y, cómo no, mientras el sudor comienza a hacer de las suyas, disfrutamos de la compañía de amigos que siguen a nuestro lado y de otros a los que hace ya mucho tiempo que hemos perdido la pista. Algunos viven ahora en Madrid o Barcelona, incluso un par de ellos andan por el extranjero (no falta, naturalmente, el nombre de las ciudades situadas al otro lado del charco), nos dice con esa absoluta seguridad que a mí me recuerda a "Funes el memorioso", el excelso relato de Borges. Y para que la excursión quedara completa, nuestro amigo nos recita la lista de las inevitables películas de romanos que se repetían durante esas fechas.

Después, como es lógico, salen a colación las jóvenes con las que compartíamos la ruta, y que se dividen entre las novias de unos y las amigas de otros. En este punto, nuestra memoria parece desperezarse, y todos apuntamos detalles sobre el cabello rubio o moreno o la lunar en la mejilla o la cola que se ataba al cabello la pelirroja que tanto nos gustaba a todos. Hasta que, inevitablemente, nos encontramos en lo alto del pico y, como hacen todos los grupos que van llegando, nos encaminamos hacia el bar. Es el momento de hacer recuento de las provisiones que llevamos, mientras pedimos unas cervezas y unas botellas de sidra. Cada cual saca su avituallamiento y, a continuación, comienza el habitual reparto de comestibles. Este es el momento cumbre de la caminata, cuando a nuestro amigo comienzan a brillarle los ojos mientras pone encima de la mesa la mejor tortilla del mundo. Que, como es natural, está hecha con patatas y chorizos y huevos de casa, además de aderezada con todo el cariño de la mejor madre que pueda haber existido alguna vez en la historia. Conocedores del ritual, guardamos unos minutos de silencio, en homenaje a esa madre impagable y ausente definitivamente, mientras notamos el sabor salado de algunas lágrimas furtivas que amenazan con visitarnos.

Este año, mientras dábamos el primer bocado a la aromática tortilla (no hace falta decir que nuestra puntuación fue, una vez más, muy alta), intervino en la conversación el camarero del bar en el que tenía lugar la retrospectiva campestre. "Estoy de acuerdo con este señor -dijo-. Ya no hay tortillas como las de antes, ni tiempos como aquéllos. Cuánto los echo en falta". Al escuchar sus palabras, durante unos momentos dejamos a un lado los pinchos de tortilla y nos pusimos en guardia. Por si acaso.

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