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Dando la lata

A la puerta

¿Quedamos? De acuerdo. ¿Dónde? Si es para charlar, mejor en el descansillo de la escalera de tu casa.

Porque no me negarán que, si de decirse cosas se trata, el momento más propicio es el de la despedida, y el lugar, el quicio de la puerta, el portal del edificio, la esquina de la calle, el aparcamiento con el motor del coche arrancado. El otro día estuvimos todos juntos en la cafetería, unos entretenidos con los móviles y otros, mirando la televisión. Pero fue abandonar el local y lanzarnos a hablar. Y hacía fresquillo. Y llovía. Y, en fin, se estaba mejor dentro que fuera. Pues allí nos quedamos un buen rato parloteando de lo divino y lo humano. ¿No podríamos haberlo hecho mientras estábamos confortablemente sentados a cubierto? Pues por lo visto, no.

Yo, cuando más hablo con mi madre -bueno, lo más ajustado a la realidad sería aclarar que es ella la que habla conmigo la mayor parte del tiempo- es desde el instante en que manifiesto mi intención de marcharme, que se me hace tarde. Todo lo que hay que comentar sale en ese momento, en el pasillo hasta la puerta, y culmina una vez que llamo al ascensor. Por motivos que desconozco, lo más sesudo de la conversación tiene lugar en el descansillo. Con lo bien que trataríamos estos temas en el salón o en la mesa de la cocina. Pues no hay manera.

Y sales a tomar un vino y acabas pasando la mayor parte de la noche despidiéndote de alguien a la puerta de un bar. Y si fuera sólo despedirse, pase; pero es todo: preguntar por la familia, hablar de política, de fútbol, criticar? Y además, incómodo, de pie, a la intemperie y con unas ganas de salir por patas que no veas. Cuéntamelo dentro, hombre, no cuando decidimos que nos vamos. Que luego se hace interminable y se me quedan los pies helados. Y si resulta que lo alargamos tanto, que para decirnos hasta mañana no hay manera de desengancharse, igual es que, precisamente, no queremos despedirnos. Bueno, pues no lo hagamos. Pero, por favor, volvamos dentro, que está desapacible.

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