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El partido interminable

El desarrollo de una conversación en un chigre donde el fútbol ocupaba un lugar destacado

Si bien calificaría mi afición futbolística de moderadamente razonable (otra cosa sean los sudores o las alegrías que a veces me deparen mis dos equipos favoritos: UP de Langreo y Sporting), no por ello dejo de echar en falta el correteo del balón por el césped cuando ha pasado un cierto tiempo del final de las competiciones. De modo que me resulta fácil unirme a las conversaciones de chigre (la que voy a comentar sucedió, precisamente, hace escasos días en una sidrería) en las que el fútbol ocupa un lugar preferente.

Se trataba de apreciar el valor que ponen en venta en el mercado futbolístico los jugadores. Y como la conversación giraba en torno a la tercera división (categoría de aficionados), ninguno de los presentes (cinco, contándome a mí), intentaba propasarse en los dígitos con los que debía ser recompensado a fin de mes su trabajo. Se aceptaba, pues, que las categorías están para algo, y que en función de las mismas se aquilatan los méritos económicos de cada uno de los actores que se mueven por el césped.

Era lógico que se intentaran buscar elementos compensadores, pues todos estábamos de acuerdo en que un pequeñísimo pellizco a los sueldos de los galácticos podría servir para que al menos los futbolistas de tercera fueran mileuristas (una cantidad inalcanzable para la mayoría de ellos). Si bien, era lógico también que surgiera de entre nosotros el filósofo que comparara el teatro de la vida con el tabladillo del fútbol, y que, por tanto, adujera que el reparto de la riqueza es, cuando menos de momento, un sueño inalcanzable.

¿Acaso no hay suficiente dinero para todos?, aventuró alguien adentrándose peligrosamente en el área de penalti. A estas alturas del partido, nos salvó el pitido del árbitro, es decir, del camarero preguntándonos si ponía otra botella. Estaba claro que habíamos llegado al descanso, y que, por tanto, había que aprovechar para secarse el sudor y cambiar de táctica para la segunda parte del encuentro. Así que esos quince minutos de parón transcurrieron entre comentarios sobre la bondad de la sidra que tomábamos y la comparación con otras del mismo género, pero que, por lo visto, no estaban a la temperatura adecuada en otras sidrerías del entorno.

Estaba equivocado si creía que el segundo tiempo iba a discurrir de un modo más apacible. De entrada, y no sabría decir si por efecto de algún culete o a causa de un exceso de verborrea, alguien conectó un disparo seco a puerta, comparando lo que sucedía en nuestro país con otros a su juicio más adelantados. Y como quiera que el travesaño se empeñó en repeler el chupinazu, subieron al marcador los guarismos de las últimas elecciones. A partir de este momento hubo una ardorosa pugna entre los partidarios de unos y de otros colores. De modo que al término de los noventa minutos el encuentro continuaba empatado, pues la suma de los que lucían la camiseta azul, más algunos que otros de tono similar, iba pareja con quienes se enfundaban la elástica roja, aunque algunas tuvieran un tinte más desvaído.

Cuando el camarero nos anunció el cierre del establecimiento estábamos a punto de irnos a la prórroga, o quien sabe si incluso a la tanda de penaltis. Al salir al fresco de la calle me di cuenta de que hay confrontaciones en las que resulta casi imposible ponerse de acuerdo sobre la táctica más conveniente. Y que la de la política es una de ellas. A pesar del dicho de que es más fácil cambiar de partido político que de equipo de fútbol. La verdad que no lo tengo muy claro.

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