Alrededor de las siete de la mañana había desparecido una lancha neumática amarrada en las proximidades de la playa del Borizu, en Llanes. Su dueño, y único marinero, alojado en un camping cercano dio cuenta de ello a la benemérita que instruyó las primeras diligencias. No habían pasado tres horas cuando en el lugar, remando como un poseso, apareció un hombre sudoroso que, aficionado al piragüismo y tras una noche de copas, había decidido eliminar los efluvios del ron practicando su deporte favorito. Amarró la embarcación ante la mirada atónita de su dueño que esperaba a la orilla con algún curioso. El remero se apeó, jadeante y cortés dio los buenos días a los presentes y tomó las de Villadiego sin más explicación. Había recuperado la forma para irse a dormir e iniciar un nuevo día de copas y desenfreno. Y la cosa no fue a más.

Por entonces nuestro protagonista era un fornido picador en María Luisa que vivía en Lada. Se movía en una moto de gran cilindrada con una pegatina que rezaba "Yo piragua", y tiene más aventuras para contar que el propio Capitán Trueno. Presencié en vivo y directo la que ahora les relato acaecida dos o tres días más tarde. Amanecía por el oriente asturiano y después de una de las noches habituales por las salas del lugar, le acompañé junto a otro amigo a correr y a nadar a la cercana playa de San Antolín. Despojado de su bañador, corrió a ratos, y a ratos nadó mientras nosotros observábamos alucinados aquel portento. Olas y arena. Y en el otro extremo de la playa se zambulló en el río Bedón que allí vierte sus aguas. Arriba y abajo estuvo nadando con vigor al tiempo que un turista abría su tienda canadiense allí plantada, y sin haber abierto sus ojos se tiró al río. Cuando salió a superficie lo primero que vio fue a nuestro amigo que, con el agua por las rodillas, estiraba sus brazos y rugía como un dragón, dando por terminada su sesión mañanera. Estoy seguro de que el turista alemán jamás olvidará aquel despertar.