En el año 1999 nos trasladamos de Madrid capital a la Sierra, convirtiendo tres casas en una. La de Oviedo, la de Deva (Gijón) y la que habitábamos ya en Madrid. Como la nueva casa era grande, o así nos parecía entonces, la llenamos con lo trasladado, más después fuimos metiendo más cosas en ella, lógicamente, porque cabían.
Se hicieron muebles, estanterías, siguieron llegando nuevos libros que pronto se fueron ocupando. Aquello no parecía tener fin, porque todo cabía y yo seguía almacenando, casi podía decir, sin control, eso sí, con la promesa de que un día lo pondría más curioso y en orden.
Y así pasaron los años, casi veinte, y es entonces cuando vimos la necesidad de que sobraban muchas cosas en la casa por grande que fuese. El polvo se acumulaba por todos los espacios y esquinas. Efectivamente, gracias a esos cacharros eléctricos que emiten vibración, ni ratones ni cucarachas habitaron y para las hormigas les pusimos cepos que tampoco dieron lugar a esos clásicos paseos a que nos suelen acostumbrar en el campo o en las aceras de nuestras calles.
Así que mi mujer, bajo la batuta o dirección mía por mi inutilidad, puso manos a la obra y en un par de días despachó tal cantidad de cosas, convertidas ya en porquería como antes dije, que despejamos el sobrante que habíamos acumulado durante tanto tiempo.
Se tiraron libros de texto de ciencias, de latín, de religión, de política (entonces Formación del Espíritu Nacional), francés, contabilidad, matemáticas, literatura y hasta un curso de la Cátedra Comercial de la Escuela de Comercio de Oviedo.
¿Hice bien? ¿Iba yo a ponerme a repasar, o mejor estudiar de nuevo, todas aquellas disciplinas? Creo que ya era tarde para todo aquel conglomerado. Aparecieron resúmenes de exámenes y hasta chuletas (una muy importante sobre la Historia de la Humanidad que tan atragantado me tenía).
Guardamos y guardamos de todo en nuestras casas y al final...
