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Homenaje a unas manos

Un perfil de la langreana Lola Hevia, hacedora de manualidades

Hace años, en Madrid, durante una de mis estancias en casa de mi buen amigo el museólogo y arqueólogo Pedro Lavado Paradinas, di en su biblioteca con un libro dedicado al excelente fotógrafo húngaro André Kertész. En él venía reproducida una obra que me cautivó. Se trataba de Las manos de mi madre, una imagen de 1919 que captaba, en primer plano, las manos de la progenitora de aquel eminente artista. De vuelta a mi casa, fascinado por aquella fotografía tan intensa, quise realizar algo parecido con las manos de mi madre, Lola Hevia, nacida en La Felguera, pero ésta se mostró reticente. Pretextaba que sus manos estaban estropeadas por el paso del tiempo y el trabajo incesante. Aquellas manos, en efecto, reflejaban, de un lado, el desgaste natural de los años; y de otro, la esmerada dedicación a varias tareas a lo largo de la vida, entre las que pesó, de manera especial, la continuada y cuidadosa atención del hogar. Ahora bien, justamente por eso, se encontraban investidas de una belleza y una dignidad conmovedoras y, por tanto, merecedoras de registro y perpetuación. Al final, un tanto a hurtadillas, pude hacer la foto. El documento que obtuve no necesitó acercarse al gran Kertész para dejarme feliz. Ahora que mi madre ya no está, esa foto familiar ha adquirido para mí un valor extraordinario. Miro esa imagen y recuerdo cómo me acariciaban esas manos cuando era un crío; cómo me peinaban antes de ir al colegio o cómo me tomaban la temperatura en la frente ante la sospecha de una fiebre. Contemplo esas manos y puedo recrear la dulzura que desprendían al arroparme; la desenvuelta pericia para cocinar mis platos favoritos o la solícita destreza para reparar los descosidos de mi ropa. Pero, además de éstas y otras acciones, comunes a tantas madres del mundo, Lola Hevia, en su humildad, fue un poco más allá y creó con sus manos un universo mágico, candoroso y popular que me gustaría extractar y compartir aquí con mis lectores. Así, sin más instrucción que la recibida de sí misma, mi madre realizó desde niña unas muñecas de trapo de inefable ternura y sencillez, para las que reaprovechaba los retales de tela y las lanas que le sobraban en sus labores de costura. En la misma línea, elaboró curiosos personajes, como los principales de la narración El Maravilloso Mago de Oz, de Frank Baum. El apego a la aguja y al hilo, tan genuinamente femenino, le permitió asimismo complacer uno de mis deseos y, aunque ya muy mayor, me fue obsequiando durante un par de navidades con las figuras, también de trapo, de un pequeño Nacimiento compuesto por el Misterio, los Reyes Magos y una pareja de pastores. Fue precisamente ese coser doméstico y popular el que dio la pauta a la artista Adelaida Ovana -una de las más sensibles intérpretes plásticas del mundo femenino-, para realizar en 2010 un fotomontaje dedicado a mi madre. En esa obra, titulada Nostalgia, aparece un retrato juvenil de Lola, combinado con elementos textiles y patrones de bordados.

De las manos de mi madre salieron asimismo demóticos juguetes, que fueron desde pequeñas pelotas de trapo hasta un peculiar yoyó hecho con botones, pasando por una gran bandera pirata o Jolly Roger. Igualmente nacieron elementales disfraces, no menos demóticos, que llegué a utilizar en alguno de mis cursos sobre didáctica de la historia.

Pero fue a partir de mis juveniles inicios en la elaboración de títeres y marionetas, cuando recibí la ayuda más asidua de mi madre, especialmente en la confección de los atavíos y complementos de los muñecos. Algunos títeres y marionetas resultaron manufactura enteramente suya, verbigracia, una divertida marioneta de varillas; unos simpáticos zoomorfos realizados con largos calcetines de lana o tres hechizantes títeres de dedal, que recrean a los protagonistas del cuento Hansel y Gretel, más conocido en España como La casita de chocolate.

En otro orden de cosas, mi madre atendió entusiasta algunos de mis requerimientos acerca de la reproducción de objetos pretéritos de interés etnológico, que ella conoció en uso, como la llamada rodilla o rosca de trapo para soportar un peso sobre la cabeza; la agarradera, paño forrado para manipular las planchas de hierro sin quemarse o el prototipo de bolsas de tela que una parte de la puericia utilizó en la autárquica postguerra española para portar la utilería escolar.

Lola Hevia, en la recta final de su vida, dedicó también sus manos a modestos ejercicios de dibujo y pintura -llegó incluso a inscribirse en un cursillo local de esas disciplinas artísticas-, lo que prueba su espíritu desenvuelto, curioso y vitalista.

En ocasiones, mi madre observaba con calma los dorsos y las palmas de sus longevas y hermosas manos, y exclamaba: "¡Cuánto valen les manes! ¡Qué haríamos sin elles!".

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