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Dando la lata

Ostentóreo

Hasta a los intelectuales de campanillas se les escapa. El otro día se lo escuché a todo un líder de opinión, uno de esos tipos puturrú, la mar de leídos y "escribidos", que saben de todo, que pontifican sobre todo, de los que no hablan sino que aleccionan. Y en plena disertación, llevado por la emoción de escucharse a sí mismo, dijo el gran palabro del vocabulario español: ostentóreo. La gran aportación de Jesús Gil a la lengua castellana. Y que aún no se haya incorporado al diccionario de la Real Academia no es más que una injusticia y un acto de venganza. Gil fue un jeta en un país de jetas, un jeta a la española, un tramposo disfrazado de justiciero, como Ruíz Mateos o Mario Conde. Como tantos otros, maestros de la fechoría y el hipnotización de miles de españoles. Gil, al que se le consintieron todas las chorizadas habidas y por haber, firmó su sentencia de muerte el día que amenazó al sistema con dar el salto a la política nacional. Hasta ahí podíamos llegar. El sistema se sintió en peligro y reaccionó desencadenando la tormenta perfecta sobre aquel facineroso bravucón. Porque en el corral de la política los gallos están contados y se reserva estrictamente el derecho de admisión. De ahí a los banquillos, al trullo y al cementerio. Pero por el camino nos dejó expresiones fabulosas y una palabra nueva, la acertada combinación de estentóreo y ostentoso, la suma de ambos. Porque Gil era las dos cosas a la vez: era ostentoso y estentóreo. O sea, ostentóreo. Y lo que el día de su estreno, cuando por primera vez salió de aquella tremenda bocaza, motivó la carcajada nacional hoy está integrado en el repertorio lingüístico de los cerebros más desarrollados del país. Porque queriendo o sin querer, Jesús Gil inventó una palabra.

Y hoy tenemos cosas, personas y situaciones que sólo pueden ser calificadas de ostentóreas. Ruido, brillos, horterismo de metales preciosos, estridencia poligonera vestida de alta costura, un Mercedes gordo repleto de alerones y con el reguetón a 200 decibelios, voceras bronceados de lámpara y potingue, macarrismo tuneado por la pasta. Lo ostentóreo. Un cuarto de hora viendo Tele-5 y lo entenderán.

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