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Dando la lata

Un día de silencio

Salta el despertador. Aún es de noche y ya estamos con la matraca de Puigdemont. Hace unos días estuvo aderezada con el tinte republicano de la camiseta de la selección de fútbol. Cada vez que digo que en este país no cabe un tonto más, me equivoco. Sí que cabe. La puñetera camiseta no es monárquica ni republicana. Es fea. Y a 130 euros la unidad, horrorosa. Soñé que la lluvia golpeaba contra el tejado. Fue sólo un sueño. El termómetro de la farmacia dice que hace frío. Dan ganas de apagar la radio y el cerebro y volver a cerrar los ojos. Estoy del rollo catalán y del mogollón de monsergas diarias hasta el copete. Pagaría porque España se quedara afónica un día. Con un día me conformo. Un día de silencio. Qué gozada.

Son las ocho de la mañana cuando pongo el pie en la acera. Dos pasos más allá me encuentro el primer regalito: una hermosa caca de perro en medio de la calle La Vega. Ojalá que el dueño de ese chucho cagón esté leyendo esto: eres un cerdo asqueroso. No mereces más que la mierda de tu perro. A esas horas no parece justo echarle la culpa al alcalde. Pero a las dos de la tarde ahí sigue la caca, al sol. Nadie la retiró en todo ese tiempo. Ahí igual sí que cabe cierta responsabilidad municipal.

Mi madre dice que últimamente duerme fatal. Luego confiesa que aguanta hasta las tantas de la madrugada siguiendo las tertulias políticas de la tele. Y, claro, tanto Puigdemont, tanto Junqueras, y los ojos como platos. Y por más que asegura que va a desengancharse de esos debates de gritones, para mí que ha desarrollado una dependencia preocupante. De hecho, es ella la que me pone al día del lío catalán, porque hace tiempo que decidí desenchufarme de ese disparate.

Por ella me enteré de la huida a Bruselas. Y de la romería aérea de los 200 ediles a adorar al fugado junto al Manneken Pis. Y de los actos fingidos de contrición de los que se ven en el trullo para largo. Vaya si caben tontos en este país. Lo que daría por un día en completo silencio.

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