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Francisco Palacios

Líneas críticas

Francisco Palacios

El futuro no está escrito

La necesidad de un nuevo modelo económico que logre frenar la caída de población en las Cuencas

Los tiempos modernos son tributarios del carbón, motor energético de la revolución industrial. Los ingleses lo bautizaron como el diamante negro. Por eso, en el siglo XIX, los grandes torrentes de la vida económica se movían hacia las zonas en las que abundaba el carbón. "Donde hay carbón, hay de todo", sentenció Alejandro Aguado (una popular plaza de Sama lleva su nombre), marqués de las Marismas del Guadalquivir, que financió la Carretera Carbonera y fundó la primera empresa capitalista hullera en las Cuencas mineras. Y gracias al carbón, Asturias pasó de llamarse la Siberia del Norte, por su pobreza y aislamiento, a ser conocida como la rica California negra. A mediados del siglo pasado, el empuje de las minas y las fábricas de las comarcas mineras fue también decisivo en el desarrollo industrial de España.

El declive del carbón se inicia con la creciente competencia de otras fuentes de energía, principalmente del petróleo y del gas. Y en la actualidad, para amplios sectores, es inevitable un proceso de "descarbonización" como transición hacia fuentes de energía renovables: hacia las llamadas energías limpias. Un proceso con plazos variables en el que hay múltiples intereses en juego.

Más allá de las razones ecológicas y económicas esgrimidas, el carbón se viene estigmatizando progresivamente en los últimos tiempos. Hace unos años, en 2008, una dirigente de Greenpeace, Raquel Montón Valladares, declarada sin ambages a este diario: "O acabamos con el carbón o el carbón acaba con nosotros". A pesar de ese apocalíptico vaticinio, es oportuno advertir que la población mundial ha venido multiplicándose ininterrumpidamente desde los comienzos de la industrialización.

Asimismo, el carbón aún representa el 30 por ciento del consuno energético mundial: es la segunda fuente de energía, por detrás del petróleo. Y según la Agencia Internacional de la Energía, desde una perspectiva histórica, nunca se ha quemado en el mundo tanto carbón como ahora.

De cualquier modo, por sus elevados efectos contaminantes, no corren tiempos favorables para el carbón. En esta comarca se ha destapado la Caja de Pandora tras el anuncio de cierre de las centrales térmicas de Lada y Velilla, con polémicas, a veces más retóricas que reales, y contradicciones en distintos frentes. Por ejemplo, lo que se negaba en el Congreso de los Diputados se defendía en las Cuencas, poniendo una vela a Dios y otra al diablo, en una perversa mezcla de fundamentalismo ecológico y oportunismo electoral.

Desde hace al menos medio siglo, y antes de que se malgastaran las multimillonarias partidas procedentes de los fondos mineros, se han propuesto para esta comarcas modelos de transición económica y energética que no se han llevado a cabo por razones casi siempre políticas. O utópicas.

Es cierto que las Cuencas no pueden permitirse el lujo de perder ningún puesto de trabajo. Y que el carbón constituye una fuente de energía propia y estratégica para cualquier adversa eventualidad, como ya ocurrió en la crisis del petróleo en los años setenta del siglo pasado. Pero tal como está planteado el asunto en la Unión Europea, el carbón parece que tiene fecha de caducidad.

Y ha sido precisamente la agonía del carbón y el desmantelamiento de buena parte de su industria tradicional lo que ha sumido a los valles mineros en un marasmo sin alternativas ciertas.

Sin embargo, el carbón constituye para estas tierras una marca poderosa del trabajo humano. Una marca con unas indelebles connotaciones históricas y culturales que aún siguen actuando en el presente. Son rasgos de una identidad en transformación.

De cualquier modo, creo que las comarcas mineras van sobrevivir sin el carbón. Y no sólo eso, sino que deberían aspirar a otras formas de vida de orden superior. A un cambio de modelo económico más promisorio y sostenible, que logre frenar la hemorragia demográfica de los últimos años.

Y para ello lo primero habría que librarse del fácil acomodo a un estéril derrotismo. El futuro no está escrito. El futuro es siempre el horizonte de los proyectos y de las incertidumbres. Depende sobre todo de la voluntad política y de la iniciativa de los ciudadanos.

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