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Cuestión de oficio... y de talento

Alejandro Carantoña reúne memorias y vivencias profesionales y personales de Emilio Sagi

Cuestión de oficio... y de talento

La ópera, la zarzuela, el musical son géneros íntimamente relacionados en los que al sustrato y armazón musical, razón primigenia y esencial, se une la escena con la voz como gran protagonista. Nada funciona de verdad si cada elemento no está en su sitio. El wagneriano "arte total" sólo adquiere su verdadero sentido si todos los ámbitos que confluyen en el espectáculo luchan por conseguir la excelencia.

En esta batalla lleva ya unos cuantos años el director de escena ovetense Emilio Sagi y buena parte de su experiencia, de su riquísimo bagaje de vivencias y de su manera de ver, entender y ejercer este oficio del teatro lo vuelca ahora Alejandro Carantoña en un magnífico libro que tiene un acierto primordial: dar la voz a Sagi en plenitud. Cualquiera que conozca al que sí es profeta en su tierra leerá con fruición estas "memorias artísticas" en las que, como en la vida y en la ópera, hay de todo: alegría, nostalgia, tristeza, momentos maravillosos y otros no tanto, pero en las que destacan, como elemento diferenciador, unas enormes ganas de sacar adelante su trabajo con una profesionalidad que él llama oficio pero a la que se une, con letras de oro, un talento excepcional que le lleva a ser reconocido como uno de los escasos directores de escena españoles con auténtica carrera internacional en los mejores teatros del mundo.

He sido, afortunadamente, testigo de unos cuantos éxitos de Sagi en diferentes países, del respeto que le profesan directores musicales, cantantes y, ¡ojo al dato!, la gran mayoría de sus colegas. Y esta unanimidad también se acrecienta cuando llega a teatros donde ya ha trabajado y percibes la devoción que sienten hacia él desde sastras a peluqueras, pasando por maquinistas o los miembros de los coros. Porque Sagi tiene esa capacidad de trabajar desde el respeto, sin imponer, "seduciendo" como explica, para llevar a cabo sus ideas sobre una obra determinada sin necesidad de montar el escándalo del siglo o generar en los ensayos un clima de terror, como tantas veces sucede. Y esta sensación se replica a los teatros de los cuales ha sido director artístico y en los que ha dejado su sello característico.

Carantoña estructura el libro en dieciséis capítulos. Todos ellos muy jugosos, algunos con anécdotas divertidísimas, otros con una mirada tierna y nostálgica hacia un tiempo que ya se fue y quizá por ello emociona. No es un libro que busque ajustar cuentas con nadie. Todo lo contrario. Sagi es un maestro de la escena y sabe muy bien dónde poner el foco. En este caso lo hace en todo lo bueno y positivo que hay en su trabajo por medio mundo, explica el proceso del mismo y el de aprendizaje y maduración propios, hasta llegar a eso que muchos hemos convenido en denominar "estilo Sagi", una suerte de garantía en la que cuando acudes a ver una producción suya, tienes esa expectación previa que lleva a que, cada vez, sea capaz de sorprendente incluso cuando has visto una reposición suya de cualquier obra tres o cuatro veces. Esa magia que él sabe crear y tan bien fundamenta en el trabajo en equipo, para él convertido en familia.

Representa Sagi lo mejor de Oviedo, la llave que explica porqué la ciudad cuenta y mucho en el ámbito cultural, pese a lo que les incomode a tantos mediocres y acomplejados como pululan en el Principado. A una ciudad hecha a sí misma culturalmente, siempre despreciada por algunos sectores, pero a la que, profesionales como él han conseguido darle la máxima visibilidad. Eso sí, pone en su sitio la casposidad de unos pocos, las barbaridades que facciones, hoy tan absurdamente protestonas, toleraban en el escenario del Campoamor cuando tuvieron alguna cuota de poder.

Interesantísimo es lo que cuenta del Laboratorio de Danza de la Universidad, germen artístico de una generación irrepetible con la que Oviedo está en deuda cultural absoluta, y las vivencias de juventud en Londres, su inspiración en el entorno familiar o en el de un Oviedo con personajes tremendos como la marquesa de Cienfuegos. Está también su nudo vital medular, Javier Escobar sobre todas las cosas, o Pepa Ojanguren, para él casi una hermana y que define de forma genial como "inigualable y apoteósica". Destilan estos recuerdos su defensa de la amistad como refugio seguro y una reflexión sobre la frivolidad que es, sin duda, un embrión que merece mayor desarrollo.

Este recorrido se fue trazando en Bilbao durante los ensayos el pasado año de El Juez de Kolonovits, un estreno mundial que supuso el regreso a la ópera escenificada de José Carreras. Condensa muy bien Carantoña el relato, casi novelesco por momentos, de un libro que, además de lectura obligada para la profesión, interesará y mucho a quien lleve en la sangre el veneno de la ópera. Y cierro con una reflexión suya que merecería la pena algunos recitaran a modo de jaculatoria: "los directores de escena tenemos la obligación de ilustrar, sí; de acompañar, también, pero ante todo tenemos el deber de interpretar".

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