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El Requiem de Verdi, gran lectura oratorista de Marzio Conti

Un acontecimiento de primer nivel europeo en el Auditorio de Oviedo

El Requiem de Verdi recientemente interpretado en el Auditorio de Oviedo ha sido un acontecimiento de primer nivel europeo. Tuve la sensación de escuchar la mejor versión de cuantas conozco en vivo, entre otras razones por el genuino carácter de oratorio conseguido por el maestro Conti. Opera y oratorio son géneros musicalmente contiguos, incluso intercambiables durante todo el Barroco. La primera representa y el segundo narra o invoca, pero el orgánico es análogo: voces solistas, coro y orquesta. Nos hemos acostumbrado a la tipificación "operística" del Requiem sin considerar que, más allá de las afinidades, quiso Verdi escribir un oratorio en memoria del poeta Alessandro Manzoni. No un oratorio para el culto, aunque su agnóstico autor eligiera el texto medieval de la misa católica de difuntos (con el añadido del Libera me final) sino una meditación humanista sobre el destino y la soledad del alma enfrentada a él. Por momentos puede sonar a ópera, pero es ocioso buscar semejanzas literales con cualquier página para el teatro.

Marzio Conti, excelente director sinfónico y de ópera, ha sabido encontrar el tono implorativo en el continuo de una tensión que se interioriza sin las cesuras ni los cambios del clima emocional que son propios de la ópera. Esa emoción es "fieramente humana" y conmueve al discurrir sobre procesos acumulativos de naturaleza distinta. Tras el famoso "motu propio" de Pío X sobre condiciones exigibles a la música eclesiástica, la Messa da requiem de Verdi, estrenada en la iglesia de San Marcos de Milán, desapareció de los templos. Sin embargo, su modelo está en las pasiones, misas y grandes cantatas sagradas de Bach, quien, sin haber escrito una sola nota para el teatro, fue genial en el efectismo que requiere la narración de los estados trascendentes del espìritu.

Hans von Bülow, colaborador de Wagner y primer esposo de Cósima, despreció la obra calificándola de "última ópera con atuendo eclesiástico", originando con ello un tópico resistente incluso a su refutación por Brahms: "Bülow ha cometido un error garrafal, pues solo un genio pudo crear esta obra". Giuseppina, esposa de Verdi, escribió a un amigo: "Han hablado mucho del espíritu más o menos religioso de esa música sagrada.Yo digo que un hombre como Verdi debe componer como Verdi, es decir de acuerdo con el modo en que él siente e interpreta los textos". A excepción de un cuarteto de cuerda y muy pocas canciones mundanas, toda su obra no teatral es "sacra", y a nadie se le ocurre alinear con la ópera el Ave María, el Stabat Mater, los Laudi a la Vírgen o el Tedeum.

Actuaron en el estreno milanés una orquesta de cien músicos y un coro de ciento veinte voces. No han hecho falta en Oviedo colectivos tan numerosos para levantar la poderosa belleza de la obra. Desde los casi inaudibles pianísimos con que arranca la secuencia del Requiem y los Kyries memorablemente conducidos a climax, hasta la impresionante fuga final, todo es expresivo pero no representable, como tampoco lo son las Pasiones de Bach a despecho de quienes intentan "visualizarlas" en escena. Con los ojos cerrados, las mejores imágenes se suceden en la intimidad oyente.

Conti ha logrado esa lectura con elevación y talento extraordinarios. Su instrumento gestual, la precisión de la batuta y el conocimiento profundo del significado de los tiempos, los volúmenes y la flexibilidad del movimiento han sido definitivos para el rendimiento orquestal, la imbricación de instrumentos y voces corales, el relieve de los solos en líneas genuninamente oratoristas más allá del estilo y el sonido del oficio operístico. Los cantos de culpa y castigo del bloque del Dies irae, con sus contundentes evocaciones del tremendum medieval, sus metales en fanfare, sus percusiones desatadas, pero tambìén su inagotable apelación al consuelo, su ternura incluso, marcaron con seguridad y firmeza el estilo de la gran música espiritual sostenido en toda la partitura. La orquesta Oviedo Filarmonía lució en la agilidad de respuesta, el empaste de las masas y la adecuación tímbrica, niveles difícilmente superables. Su diálogo con el justamente admirado Orfeón Donostiarra, persuasivo e imponente en la expresión de la tormenta o la calma, la vocalidad suntuosa o el susurro, fue inobjetable. La belleza tímbrica, la extensión y el poder de la soprano Angela Meade, la redondez e inteligencia de la mezzo Marianne Cornetti, la perfección y generosidad de color y de aliento del tenor Vittorio Grigolo y la medida concentración del bajo Carlo Malinverno, completaron los activos de una interpretación colosal, que queda en mi memoria como un canon duradero.

Todo fue diferente por la idoneidad del carácter implorativo y los plurales registros de un maestro, Marzio Conti, que acertó de lleno en la filosofía de un concepto personal de gran perspectiva y la gestación de los acentos emotivos que transfieren la profundidad de la fe religiosa a la fe primordial en la música como lenguaje del alma humana. Si este concierto ha sido grabado merece la mayor difusión como testimonio de la cultura hecha Oviedo.

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