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Tinta fresca | Bloc de notas

El detective Gaudí

Un gran retrato erudito de Marc Fumaroli sobre el influjo de Francia y el francés en la cultura europea

El francés, con el que hoy se expresa una minoría clandestina, era en el siglo XVIII la lengua de la comunidad de sabios del mundo. No hace mucho todavía el propio Nicolas Sarkozy admitió, tras revelar Wikileaks que los documentos diplomáticos franceses se escribían en inglés, que en la actualidad sus compatriotas sólo hablan francés en la intimidad nacional y delante de los británicos. Ello demuestra hasta qué punto un idioma ha sido eclipsado por otro.

Marc Fumaroli, estudioso de la retórica clásica, catedrático de la Sorbona y del Collège de France, prueba en su libro Cuando Europa hablaba francés, cómo hace tres siglos el conocimiento se expresaba a la inversa y las mejores mentes de la Ilustración gravitaban en torno a una lengua reverenciada tanto por la sofisticación y el arte de vivir como por la cultura de los salones. El buen gusto aristocrático del conocimiento y también del chisme nutría literatura, ingenio y conversaciones. Francia se convirtió así en la segunda patria de las élites.

La ortodoxia cultural francesa está lejos de ser tan fuerte como era, sin embargo todavía parece dispuesta a enseñar a los ciudadanos cómo su país inventó una buena parte de lo que el mundo considera civilización. La Ilustración, se dice, emprendió su camino en París bajo el antiguo régimen, mientras que la Revolución de 1789 inauguró ante el resto de Europa el concepto de la libertad política. Ninguna de estas afirmaciones es del todo exacta, pero los franceses las creen hasta el punto que Fumaroli es capaz de dotarlas de luz con un retrato erudito de los personajes e intelectuales que sintieron fascinación por el brillo que desprendían Francia y sus hogueras. Como es natural no son sólo franceses quienes desfilan por las páginas de su libro, sino otros que como Horace Walpole, Beckford, Benja-min Franklin, Federico II o Lord Chesterfield sucumbieron de una u otra manera al influjo de la inteligencia que afloraba en París.

La premisa de Fumaroli es que en la Europa del siglo XVIII los franceses se sentían en casa donde quiera que iban. A su vez, París era la casa de todos los extranjeros, y Francia se convertía en el objeto de curiosidad colectiva de Europa. El autor de El Estado cultural -el ensayo que en su día desató la polémica sobre los riesgos de una cultura ideologizante- conduce inteligentemente al lector a través de los salones y palacios del continente iluminado por la lengua de referencia, en un paisaje que se extiende desde Nápoles y Potsdam a Varsovia, Estocolmo y San Petersburgo.

Todo resulta aristocráticamente deslumbrante en Cuando Europa hablaba francés. Y lo que no deslumbra se intuye. Federico II y Catalina la Grande, al lado de los reyes de Suecia y Polonia, Gustavo III y Estanislao Poniatows-ki; Margravina de Bayreuth, el príncipe Eugenio de Saboya, la marquesa du Deffand, la princesa Dáshkova; Charlot-te-Sophie D'Aldenburg, condesa de Bentinck, etcétera. Para todos ellos el francés no era simplemente la lengua franca cultivada de un escalón internacional, sino un medio de supervivencia en un mundo que se debatía entre el absolutismo y la libertad.

El autor maneja correspondencia y erudición de manera que el lector puede llegar a sentirse abrumado. Pero eso es lo habitual en Fumaroli, del mismo modo que lo es el proselitismo, y la esperanza optimista de creer que en la actualidad ha aumentado el número de personas capaces de expresarse con fluidez en francés y al mismo tiempo son poseedores de una gran biblioteca. Y que el inglés, a pesar de ser el idioma del comercio, la tecnología y la geopolítica, no es más que una lengua de tenderos. Fumaroli, exquisito, brillante, como es costumbre en él, pide que nos unamos al banquete de las mentes iluminadas que nació en el siglo XVIII. Resulta edificante. No es tan plausible, sin embargo, aunque sí romántico, el hecho de depositar arrobas de fe inquebrantable en las íntimas relaciones de una lengua de ayer con la evolución que hoy sigue el conocimiento de siempre.

Cuando Europa hablaba francés es, así todo, un libro especialmente luminoso y de apasionante lectura.

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