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El noble arte de la divagación

Gozosas rupturas del discurso de Chesterton reunidas en Alarmas y digresiones

El noble arte de la divagación

Para mí, el gran Chesterton (1874-1936) divaga y no digrega (perdón y perdón por esta invención verbal) en este libro, y a ver si me explico. Llamamos "divagar" al "hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado"; mientras que una "digresión" es el "efecto de romper el hilo del discurso y de hablar en él de cosas que no tengan conexión o íntimo enlace con aquello de que se está tratando". En esta muestra de artículos que el socarrón, zumbón y monarca de la ironía atemperada inglesa publicara en el "Daily News", a comienzos del pasado siglo, cuando contaba 34 años, (y que hasta ahora conocíamos en la nunca bastante alabada y llorada Colección Austral) no alcanzo a ver, por fortuna, concierto ni propósito fijo y determinado. Por lo cual, malamente se rompe el discurso, pues en este caso el discurso es la continua y divertida y amena y subyugadora divagación. ¡Ay, quién tuviera hoy esa libertad en los periódicos sin que los lectores lo apedreasen!

Concedo que el propósito de estas gozosas páginas sea, en el fondo, zaherir costumbres o modos, pero enseguida Chesterton se va por las nubes de la divagación y consigue en cada pieza un escribir y escribir sin mucho rumbo fijo pero con gran rumbo, ustedes ya me entienden. Veamos algunos inicios: "Mi próxima obra en cinco volúmenes, 'El olvido del queso en la literatura europea', es de una meticulosidad tan laboriosa e inaudita que resulta dudoso que viva el tiempo necesario para terminarla". Sigamos: "Cuando alguien dice que la democracia es falsa porque la mayoría de la gente es estúpida, el filósofo puede seguir varios caminos. El más fácil es atizarle sin más en la punta de la nariz. Pero, si se tienen escrúpulos (físicos o morales) respecto a esa forma de actuar, se puede recurrir al uso de la razón, que en este caso posee la brutal solidez de un puñetazo. Es una estupidez decir que la mayoría de la gente es estúpida". Y, a partir de ahí, se prosigue con tan divertidísimo como fundado razonamiento, divagación supuesta por sabida. Ante la moda ruralista y de amor campestre de por aquel entonces, principia así: "Llevo unos dos meses viviendo en el campo, y he cosechado el último fruto maduro y otoñal de la vida campesina, que es un intenso deseo de ver Londres". Son aforismos largos (si así se puede escribir), sentencias, pero son, sobre todo, pies para correr hacia donde el divagar lleve.

Hay unas cuantas piezas que me gustan sobremanera: "El hombre y su periódico", "Las tres clases de personas" (donde explica que tal distinción "ha sido el fruto de más de dieciocho minutos de reflexión e investigación serias", burla fina, burla pura) o esa crítica literaria que se contiene en "Los futuristas", donde observa al comienzo "cómo echaban a unos cerditos negros de mi jardín" y lamenta al final, tras haber leído a Marinetti: "Se han llevado a los cerdos. ¡Ay, si se hubiesen llevado a los lerdos y hubiesen dejado a los cerdos!". Al hilo futurista, no conviene olvidar que Chesterton detestaba viajar en automóvil, con demoledores e hilarantes argumentos: "Es mucho más barato sentarse en un prado a ver pasar los coches que sentarse en un coche a ver pasar los prados". En efecto, ¿son casi aforismos? Aquí les traigo otro: "Una suegra no es una idea sencilla, sino muy sutil". O la atinadísima reflexión sobre la ciudad moderna: "Amo a mi prójimo, pero no lo quiero tan lejos que tenga que verlo con un telescopio, ni tan cerca que pueda estudiar partes de él con un microscopio. Lo quiero a un tiro de piedra, para, en caso necesario, poder tirarle la primera piedra". Qué espléndido libro para pasar unas cuantas tardes de gozo lector, qué suerte tener a Chesterton divagando a su sabor y a nuestro gusto.

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