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Apología de Marcial Lafuente Estefanía

Un autor popular y un luchador antifranquista con vínculos asturianos

Apología de Marcial Lafuente Estefanía

Como Curro el Palmo, un machadiano personaje de Joan Manuel Serrat, algunos de mis amigos de la infancia se leyeron "enteritos" a Don Marcial Lafuente, también ellos "por no ir tras su paso como penitentes". Los lectores de mediana edad recordarán que sus estereotipadas y manoseadas novelitas del oeste adquirieron la condición de referencia icónica de la literatura popular en la España de Franco, muy denostada por el lector culto. Editadas por Bruguera en formato octavilla y con una extensión de no más de 100 páginas, circularon con profusión de mano en mano y eran intercambiadas en los quioscos de barrio por un módico precio. La cotidiana rebusca de un ejemplar no leído entre las pilas de novelas que se hacinaban en estos establecimientos evoca uno de los rasgos más genuinos de la lectura popular en un tiempo caracterizado por la estrechez de horizontes culturales.

En mi adolescencia me obstiné en liberar de su yugo a los lectores de Estefanía, cuya obra consideraba perniciosa y alienante. Recuerdo que, con la soberbia propia de la edad, realicé un comentario desdeñoso del autor ante Santiago González Escudero, un sabio contemporáneo, prematuramente malogrado, al que sus alumnos venerábamos. Con su mezcla de socarronería y bonhomía, me dejó perplejo al hacerme ver que era digno de respeto quien redactaba con la fluidez, corrección, precisión y soltura de la que hacía gala Estefanía. "Ganaría cualquier concurso de redacción al que se presentara", sentenció categórico quien por aquel tiempo era mi profesor de Griego. No en vano, como reconoció Silver Kane, era capaz de escribir correctamente seis folios por hora.

Cuando las fiebres pueriles fueron remitiendo, supe que detrás de Marcial Lafuente Estefanía estaba Marcial Antonio Lafuente Estefanía. A diferencia de otros conspicuos cultivadores de la "infraliteratura de quiosco" y lance, como el barcelonés Francisco González Ledesma (Silver Kane), el riojano Luis García Lecha (Clark Carrados), el valenciano Miguel Oliveros Tovar (Keith Luger) o el indómito anarquista Eduardo de Guzmán (Edwar Goodman), no se ocultó, quizás de forma vergonzante, tras un pseudónimo. Por azar, fui recomponiendo después retazos de su biografía, hilvanada por las esperanzas utópicas y los sueños rotos que marcaron a la generación de españoles alumbrada con el siglo pasado y destruida por la Guerra Civil.

Hijo de un abogado y escritor -su padre fue magistrado del Tribunal Supremo-, nació en Toledo en 1903. Ingeniero industrial de profesión y de arraigadas convicciones libertarias, se movilizó de forma entusiasta contra la rebelión militar de 1936 y formó parte del Ejército popular como capitán y comisario político en el frente de Extremadura, por lo que fue detenido, procesado y encarcelado. Fue acusado sin pruebas de "haber sido muy amigo de las chekas libertarias" y de no haber intercedido, cuando fue detenido, por el portero de su casa, José Arias Díaz, represaliado al día siguiente por un piquete anarquista. Testigos de cargo que declararon contra él manifestaron que por aquel tiempo se había incautado de "un gran palacio en la provincia de Toledo, vestía con gran lujo y pregonaba que era el rey del anarquismo".

Durante su forzada estancia en la cárcel de Porlier y, sobre todo, en el Campo de Concentración de Ocaña, frecuentó la compañía de los presos asturianos, cuyo carácter alegre, bullanguero y cantarín le sirvió de lenitivo. De ellos destacó su gallardía para no inclinar la cerviz ante sus carceleros y la desprendida generosidad con la que repartían sus escasos bienes entre los demás reclusos sin prejuicios ni distinciones ideológicas. Confraternizó, entre otros, con el luarqués Joaquín Suárez Fernández-Campoamor, el ovetense Camilo Fernández Villa, el avilesino José Fernández Caravera y los maestros Manuel Albalate y Manuel Menéndez Valdés.

Relegado a una condición misérrima durante su periplo carcelario -su madre falleció en la indigencia en 1942-, recurrió a sus amigos asturianos para salir a flote. Sus dos hijos, Francisco y Federico, fueron acogidos en Colloto por Villa y en Granda por Valdés, quienes se ocuparon desinteresadamente de su cuidado y manutención. Durante ese año, Estefanía les remitió varias cartas en las que, además de hacerles copartícipes de sus inquietudes literarias, les propuso que colaboraran en la compraventa de chatarra y de botes de conserva. En una de ellas reconoció que, en previsión de que fracasaran estos negocios, durante su estancia en prisión había escrito varias novelas, que había remitido a la editorial Bruguera. Valdés recibió, entre otras, copias de El infierno, La nieve blanca, La sombra de Dunkan, La mascota de la pradera -la primera del oeste que publicó- y La reina de Yale, de regusto romántico. Por aquel tiempo usaba el pseudónimo de Antony Spring, al que renunció una vez se consolidó como autor. En la editorial Cíes de Vigo, de Eugenio Barrientos, en 1943 publicó El crimen perfecto, de género policíaco, en la que utilizó el heterónimo de Dan Lewis, también desechado al poco tiempo.

En 1944, cuando fue desmantelada la organización clandestina de Unión Nacional Española, un ente multipartidista de oposición al régimen de Franco promovido por el PCE, la Policía coligió que Estefanía formaba parte de su órgano de dirección, ya que lo consideraba "inteligentísimo". Pese a sus antecedentes libertarios, supuso que lo habían captado para dotar de pluralidad ideológica a una plataforma excesivamente identificada con la organización comunista. Perseguido por toda España, pudo huir desde Vigo a América, de donde regresó cuando se desvanecieron las sospechas que pesaban sobre él. En viajes como este tomó contacto in situ con los escenarios utilizados para ambientar sus novelas del oeste, género al que terminó dedicándose en exclusiva.

Durante su dilatada trayectoria creativa, Estefanía puso en circulación más de 2.500 títulos, en algunos casos con reediciones superiores a los 30.000 ejemplares, y vendió unos 50 millones de novelas. Con el tiempo, bajo el mismo nombre genérico, sus hijos colaboraron con él en esta ingente tarea. Menospreciado por la crítica especializada, no figura en antologías literarias, pero su universo narrativo ha servido de solaz y esparcimiento a varias generaciones de españoles. Vistos con perspectiva, en aquellos quijotescos héroes longilíneos -siempre medían seis pies de altura-, capaces de restituir a tiro limpio un orden moral y justo alterado por la codicia de los poderosos, subyacen los anhelos emancipadores de un soñador del siglo XX.

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