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Hardboiled italiano

Antonio Manzini y su reflexión novelada sobre la violencia de género en La costilla de Adán

En numerosas ocasiones hemos hablado en estas páginas de las características que definen a la novela negra italiana y a sus escritores. Si el espacio sobre el que escriben es siempre Italia, el tiempo se divide en tres: el Imperio Romano, el fascismo o la actualidad. De los autores que circunscriben sus tramas al hoy, hemos de mostrar que se han dividido el territorio, como si evitasen la competencia: Venecia es de Donna Leon, Sicilia de Camilleri, Roma de Carlo Lucarelli, Florencia de Marco Vichy... Sin embargo, en todos se da ese denominador común que les define como autores mediterráneos: la gastronomía y el apasionamiento de sus personajes, frente a la frialdad nórdica.

En ese escenario debutó Antonio Manzini (Roma, 1964) -actor, guionista y director teatral- con Pista negra, publicada en castellano hace apenas un año y sobre la que la crítica en nuestra tierra fue casi unánime: una trama algo simplona, pero con un protagonista fuera de lo común y con mucho futuro. Es decir, un autor y protagonista a los que había que seguir la pista. De ahí que se esperase la segunda entrega de la serie para analizar la evolución. Y ya la tenemos en nuestro poder con el título de La costilla de Adán.

El escenario sigue siendo el Valle de Aosta, en los Alpes italianos, cerca de Turín, donde nuestro protagonista ha sido destinado de forma forzosa como castigo a ciertas actividades en Roma poco adecuadas a la ética policial. Él es el subjefe Rocco Schiavone, un turbio policía romano, con mala leche -no por el alcohol, sino por la vehemencia mediterránea-, agente amoral, heredero del hardboiled norteamericano, una especie de bandido legal de buen corazón, que acude al trabajo de mala gana, hasta con desprecio, y que casi todo "le toca los cojones", hasta tal punto que ha elaborado una escala para medir las situaciones que más se los tocan, en la cúspide se encuentra el investigar asesinatos. Nacido en el Trastévere, cuando era un barrio bullicioso y lo habitaban gentes de mal vivir; es decir, "antes de que el turismo lo jodiera todo". De ahí que prefiera la urbe abrumadora, la buena vida de la ciudad, pasear como un romano elegante, enamorado de sus zapatos Clarks, de su loden y de unas innecesarias relaciones humanas. Cuestión que contrasta con su forzado destino, una pequeña ciudad en la que el provincialismo de su vecinos le enerva y no lo disimula, con su aire sonoro y chulesco, que se guía por el nervio y no por el cerebro, por la frustración en vez de la clama o la frialdad. Un personaje que necesita comenzar el día con un acto laico -y no nos referimos a leer periódicos, oración laica por excelencia para Hegel-; sino a fumarse un buen porro en su despacho antes de enfrentar la jornada.

En ese pueblo del norte de Italia, ese subjefe necesitaba una suerte de secundarios. Así, se deja acompañar de los incompetentes D´Intino -ineptitud capaz de causar daños colaterales a sus colegas-y Deruta -ciento diez kilos de peso en zapatos del 38-, a los que llamará sin pudor "cretinos". Luego se encontrarán Italo -una especie de escudero al que chulea los cigarrillos, la inspectora Caterina Rispoli -la que considera la más capacitada del equipo-y el forense Alberto Fumagalli, cuyo humor caustico exaspera a nuestro protagonista.

En ese lugar, con ese equipo humano, se desarrollan las aventuras que Manzini nos describe con prosa ágil, a buen ritmo, despojada de florituras y haciéndonos reflexionar si la impunidad no se habrá apoderado un poco de las sociedades actuales. Él lo achaca a una mentalidad que se objetivó en la sociedad italiana en la era de Berlusconi, pero nos deja en el aire si no habrá algo más. Y así nos presenta La costilla de Adán, para reflexionar sobre las muertes por violencia de género y su número, que como él nos dice: "Hasta que esas cifras no bajen a cero, no podemos considerarnos un país civilizado".

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