La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tinta fresca

Hermoso escalofrío

El año del verano que nunca llegó es una de las novelas más audaces, fascinantes y memorables del año

El año del verano que nunca llegó. Hermoso título para una hermosa novela. De las mejores del año. Sin duda. Uno de esos textos lapa que se pegan al lector desde la primera página y al llegar a la última ya se han quedado para siempre en la memoria. No es frecuente y, por eso, cuando llega un libro así hay que destacarlo como merece. El autor es William Ospina. ¿Qué sabemos de él? Que es colombiano. Cosecha del 54. Poeta, ensayista. Novelista: Ursúa, El país de la canela, La serpiente sin ojos. Y, ahora, esta joya que arranca así: "A principios de abril, la temperatura descendió bruscamente y cesaron las lluvias". No es una novela al uso: es ensayo, es ficción, es crónica, es autobiografía y biografía. Es poesía, también: hay frases tan hermosas (e informativas, nada de hojarasca) que te asalta la tentación de subrayarlas. El punto de partida es la erupción del volcán indonesio Tambora en 1815, una catástrofe natural que hizo de 1816 el histórico "año sin verano". Frío, frío, el frío sepultó el mundo. Y en ese escenario fantasmagórico de tinieblas se produjo un suceso que entonces pasó desapercibido, y que el tiempo colocaría en el pedestal de los momentos románticos por excelencia. Ginebra, lago Lemán, Villa Diodati: durante unos días de un mes de junio en el que "tiritaban los pájaros", Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Godwin (Mary Shelley más adelante), John William Polidori, Claire Clairmont, la condesa Potocka y Matthew Lewis se reunieron con un objetivo lúdico: crear el relato más terrorífico de todos los tiempos. El resultado es por casi todos conocido: de esa lista de talentos dispares, sólo dos que en ese momento no tenían la fama de sus compañeros fueron capaces de ofrecer obras para la posteridad: Polidori creó El vampiro, auténtico "padre" del Drácula de Bram Stoker y, sobre todo, Mary Shelley con un texto que no necesita presentación, Frankenstein.

Ospina deja bien claro desde el principio que no piensa sumarse a la larga lista de creadores fascinados por tan oscura historia. Es un argumento demasiado fácil por lo transitado que ha sido. Demasiado? previsible. Sus intenciones son muy distintas a la mera recreación en clave realista o fantástica de aquellos hechos. Aquel encuentro de fabuladores le sirve al autor colombiano para tejer su propia telaraña sobre el arte de escribir, sobre los misterios de la literatura, sobre las funciones de la ficción y los entresijos del oficio.

De ahí que por la prosa milimetrada e impetuosa de la novela surjan de pronto reflexiones cimentadas en todo tipo de escritores (de Henry James a Conan Doyle, tal es la variedad) y que hacen del libro no sola una gozosa aventura de tintes románticos y fantásticos sino, también, una invitación a encajar las piezas del puzzle creador, a preguntarse qué es escribir. Por qué. Para quién. Henry James, citamos antes, y hay mucho de ese genial novelista en ciertos aspectos (la robustez de la estructura, el implacable vaciado psicológico de los personajes) pero también Conan Doyle: el investigador, el que todo lo observa, el captador instantáneo de respuestas a los enigmas. Como si de un detective se tratara, Ospina se convierte a sí mismo en una especie de Sherlock Holmes que se adentra en los misterios del arte recreando aquel encuentro tan seductor y, de paso, rastreando sus propias obsesiones como literato. El resultado es sencillamente memorable en su compleja transparencia.

Compartir el artículo

stats