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Libia o el caos permanente

Jon Lee Anderson cuenta en sus crónicas el fracaso de un Estado tras su liberación y la caída de un tirano de opereta, Muamar el Gadafi

Libia o el caos permanente

¿Cómo acaba un dictador? Lo resume Jon Lee Anderson: "El dictador muere, marchito y demente , en su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es atrapado escondiéndose en un puesto de montaña, en una cloaca, en la tela de una araña. Es enjuiciado. No lo es. Es arrastrado, ensangrentado y aturdido, a través de las calles; luego es ejecutado. La humillación llega en una miríada de formas, pero lo que se revela es siempre lo mismo: las tecnologías de la paranoia, las historias de matanza y miedo, las cajas fuertes, las economías nacionales utilizadas como propiedad personal, las mascotas absurdas, las prostitutas, las griferías de oro".

Muamar el Gadafi, el errático y provocativo coronel que gobernó Libia durante 42 años, aplastando a sus opositores mientras cultivaba el patrimonio personal y envejecía como una estrella de rock, conoció en 2011 un final violento y vengativo a manos de las mismas fuerzas libias que lo expulsaron del poder. Igual que Mussolini, del mismo modo que Ceaucescu. En la muerte, como en la vida, las circunstancias permanecen en las retinas: las secuencias de vídeo entrecortadas mostrando el guiñapo envuelto en sangre, desaliñado pero vivo. El clip separado donde se observa el torso medio desnudo, la mirada perdida, una herida de bala en la cabeza, y a combatientes jubilosos disparando al aire. En un tercer vídeo, publicado en You Tube, combatientes excitados revoloteando alrededor de su cuerpo sin vida, posando para los fotógrafos y agarrando la cabeza del dictador por el pelo. A lo largo de su reinado, el coronel Gadafi, cobró notoriedad por los espasmos de violencia y caos que dominaron su vida y la forma en que trató de aprovechar la riqueza petrolera de su país. En su destronamiento, la tragedia adquirió un tinte de crueldad proporcional a su desmesurada locura.

Jon Lee Anderson, veterano reportero, corresponsal del "New Yorker" recorrió durante el largo levantamiento en Libia las ruinas de los 42 años de Muamar el Gadafi en el poder. Como él mismo escribe, "los armamentos y los ornamentos". El coronel Gadafi era un joven oficial de 27 años de edad, cuando lideró el golpe de Estado incruento que depuso al rey Idris en 1969. No tardaría en labrarse la fama de filósofo nómada del desierto. Recibía dignatarios bajo una carpa blanca dondequiera que iba: Roma, París, Nueva York. Las paredes acolchadas con palmeras, camellos y sus propios eslóganes bordados animaban a sus invitados a vencer la desconfianza inicial hacia el dictador, rendidos frente a su puerilidad beduina. El resto de recelo se encargaban de resolverlo los negocios del petróleo. Pero no sólo la jaima del beduino resultaba exótica. El coronel Gadafi declaró que su sistema político de la revolución permanente tenía como objetivo eliminar el capitalismo y el socialismo. A la vez se dedicó a financiar y armar a una patulea de organizaciones violentas, incluyendo el Ejército Republicano Irlandés (IRA) y varios grupos guerrilleros africanos. Fue bombardeado por Reagan. Se convirtió en un paria internacional después de que su gobierno fuese vinculado con distintos ataques terroristas, en particular el atentado de 1988 de un avión de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, en el que murieron 270 personas.

En los noventa sufrió el aislamiento internacional y años más tarde resurgió como un líder dispuesto a comportarse de forma más razonable que otros dentro del avispero árabe. Tras la invasión encabezada por Estados Unidos en Irak, el coronel Gadafi anunció que Libia se disponía a abandonar su búsqueda de armas no convencionales, incluyendo un programa nuclear encubierto. Así comenzaba una nueva era de relaciones con Occidente. Mientras tanto, él gobernaba a través de un círculo cada vez más reducido de asesores, incluyendo sus hijos. Cualquier opositor era destruido. Los libios jamás vieron el dinero de su petróleo. La revolución permanente, sin objetivos, era una excusa para mantener al pueblo distraído. Escribió un libro de cuentos, cambió el calendario musulmán, mantuvo el harén más explosivo de África, hasta que fue derrocado por sus monstruosos excesos, con ayuda de otros países, y la ira de las fuerzas rebeldes de la Primavera Árabe que se habían levantado contra él en Bengasi, precisamente el lugar donde el Hermano Líder había venido al mundo.

Las crónicas de Jon Lee Anderson no se detienen en la muerte terrible del dictador. Prosiguen a lo largo de cuatro años hasta concluir que los mismos países que intervinieron en Libia para liberarla de su tiranía han llegado a plantearse la posibilidad de hacerlo de nuevo y salvarla del caos yihadista de su liberación. El escritor mexicano Juan Villoro define a Anderson mejor que nadie: "Uno de sus méritos es que reproduce los asombros en tiempo presente, como si ignorara el desenlace. No escribe un historiador que busca el orden retroactivo del caos, sino un cronista en la indecisa línea de fuego".

Dicho de otra forma y en resumidas cuentas, lo que hace Anderson se llama periodismo.

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