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Una película de terror

La ley del mercado, film comprometido y acusador sobre las desgracias contemporáneas

Como ignoro si esta excelente película va a seguir una carrera comercial en las salas de nuestro país (si las hubiere) y como me mueve el temor de que, en caso de estreno y aceptable distribución, pase desapercibida, me resulta imprescindible llamar la atención sobre ella, casi un caso de conciencia. La ley del mercado (en traducción justa del original francés) o La medida de un hombre (en la versión inglesa: tiemblo a ver con qué se descuelgan aquí si llega) no narra nada que no sepamos o suframos. Un cincuentón obrero manual cae en el abismo del paro, lucha con vigor al principio junto con sus compañeros sindicalistas para evitar el cierre de la empresa, se cansa del combate, su mujer no trabaja fuera de casa, tienen un hijo paralítico cerebral? intenta encontrar empleo de lo que sea que le ofrezcan. Cumple con los (inútiles) cursillos que le proponen en la oficina de empleo; pasa el tiempo; soporta con entereza los habituales interrogatorios vejantes en el banco al solicitar un crédito, bajo la aparente comprensión de la empleada (quien no pierde la oportunidad de hacer negocio con la desgracia ajena ofreciéndole un préstamo mayor: es decir, siguiendo las indicaciones del Poder); le entrevistan por "skype" y muestra ante la pantalla del ordenador su disposición a perder categoría laboral e ingresos? Nada, repito, que no sepamos o no hayamos sufrido. Por fin, lo contratan como vigilante en una "gran superficie" para denunciar los hurtos de los clientes o de sus propios colegas de trabajo. Un incidente a causa de esto último, tras una catástrofe anterior, marcará su punto de inflexión moral, le obligará a decidir aun acuciado por la angustia. Y no puedo decir más ni nuestro hombre puede aguantar más.

Es decir, se trata de una película "aburrida", sin juegos de tronos, sexo jadeante ni enfebrecidas carreras de coches, sin infantilismos ni héroes con superpoderes, sin los "Que alguien me ayude" ni los "Oh, my God!". Para ponerlo peor: sus actores (con la excepción del soberbio Vincent Lindon, premio de interpretación en el último Festival de Cannes) no son profesionales: casi todos hacen en el film el papel que hacen en la vida real (incluido el sindicalista Xavier Mathieu). Y para rematarlo: está rodada la película como si se tratase de un documental, con desenfoques de cámara, planos mal angulados, primeros planos borrosos? Pues bien: el espectador con un mínimo de gusto o inteligencia (suele ser lo mismo) la ve con la boca abierta, de cabo a rabo, desde el primer minuto de metraje, espantado y agarrado por esa historia que se le ofrece fragmentada, a tirones. Porque es una película de terror, del horror que el mercado sin escrúpulos (pleonasmo) genera en el trabajador de a pie. Y no hay concesión alguna: hasta las dos secuencias de baile están prietas de sentido. Señoras y señores, parece decirnos el director, esto es lo que hay, ¿cómo quieren ustedes que lo adorne si, adornándolo, lo destrozo? El tipo de recursos humanos dando explicaciones es el tipo de recursos humanos dando explicaciones; el canalla encargado (magistral la escena en que, para favorecer los chivatazos, intenta convertirse de verdugo en víctima) es el canalla encargado, esbirro de un Poder que nunca aparece, nunca se muestra: igual que en la vida misma; el colosal Lindon tratando de vender su caravana ("No pido limosna, señor": aún me respingo al recordarlo) es la pura verdad de quien ya no soporta más pero debe resistir, con cara impasible, destrozado en su dignidad; el abrupto final es el abrupto final: no hay otro. Estamos ante una película que se puede romper en cualquier momento, en la primera concesión populista o esteticista que se permita el director. Pero permanece intacta, comprometida, acusadora, directa, llenándonos de espanto. Hagan ustedes el favor de buscarla, verla y hacerla triunfar: será el triunfo de cualquiera de nosotros.

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