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La averiguación de Jaime Gil de Biedma

Veinticinco años después de la muerte del poeta se publican todos sus diarios, incluidos los inéditos que dejó al cuidado de la recién fallecida Carmen Balcells

No sería injustificado pensar que la publicación de estos diarios de Jaime Gil de Biedma (Barcelona 1929-1990) llega tarde. Pocas cosas cuenta aquí su autor, tan acertadamente cuidadoso a la hora de velar por ejemplo su homosexualidad en su lírica amorosa, que no supiéramos ya por lo menudo. Miguel Dalmau relató en la biografía que dedicó en el año 2004 al escritor catalán los pormenores de la existencia de alguien que quiso ser poema antes que cualquier otra cosa, según escribió el propio Gil de Biedma. El biógrafo Dalmau fue el guionista también de la polémica película El cónsul de Sodoma, en la que su director, Sigfrid Monleón, no acierta a transmitir la complejidad intelectual y sentimental de uno de los poetas fundamentales de la literatura española del siglo XX. No hay muchas cosas nuevas, es verdad, en Diarios 1956-1985, pero sí las suficientes para que la edición que ha preparado Andreu Jaume para Lumen resulte útil y entretenida a los lectores de Las personas del verbo, el libro en el que Gil de Biedma reunió su poesía completa, menos de un centenar de composiciones.

Andreu Jaume, que ya se responsabilizó de la edición de la correspondencia de Gil de Biedma en El argumento de la obra, publicado también por Lumen hace cinco años, reúne ahora los diarios que el poeta escribió en distintas etapas de su vida: desde el conocido Retrato del artista en 1956, que por decisión de su autor sólo se dio a la estampa un año después de la muerte de éste, hasta las páginas que redactó en el otoño de 1985 en el hospital Claude Bernard, en París, donde inició el tratamiento del sarcoma de Kaposi, las primeras manifestaciones del sida que le causaría la muerte un lustro después. "Una autobiografía rotunda y radical", dice Andreu Jaume al principio de un prólogo que resulta esclarecedor para conocer el itinerario intelectual de un poeta que, "sin perder nunca la ilusión de claridad, que es una forma de esperanza", trata de superar la tradición española de la poesía heredada de los simbolistas para engarzar desde el monólogo dramático con una línea meditativa en la que están presentes -es una escritura en la que se adunan los ecos de autores como Cernuda, Eliot, Auden, Spender, algunos románticos y metafísicos ingleses o los místicos españoles, además de Catulo y Horacio-, las enseñanzas de estudiosos como Robert Langbaum (La poesía de la experiencia), Herbert Read (Form in Modern Poetry) o William Empson (Siete tipos de ambigüedad).

Gil de Biedma, empapado ya de una cultura anglosajona muy de su gusto, empezó a llevar un diario en 1956 como un modo de ponerse en claro a sí mismo, explorar sus emociones, sus operaciones literarias o las relaciones con amigos y el mundo circundante, incluida su posición política antifranquista. Publicó en 1974 el Diario del artista seriamente enfermo, una versión expurgada de aquellas anotaciones que había hecho dieciocho años antes. Y dejó preparado el texto completo de lo que luego sería el Retrato del artista en 1956 para que se publicara después de su muerte, en 1991, incluyendo el material antes mutilado. Depositó además en la agencia literaria de la recién fallecida Carmen Balcells el resto de los diarios inéditos, que el editor agrupa aquí en las series Diario de Moralidades (de 1959 a 1965), Diario de 1978 y Diario de 1985.

Las más interesantes son las páginas de 1956, el año de su primer viaje a Filipinas y cuando se le diagnostica una tuberculosis de la que convalecerá en Nava de Asunción, en Segovia. Con esos textos había puesto en marcha, en palabras de Andreu Jaume, "una averiguación íntima, política y artística de primer orden, creyendo que custodiaba su verdadera identidad en su poesía, mientras utilizaba la máscara social en el trabajo, con su familia y ante la oficialidad del país". Gil de Biedma afirma en algún momento que escribe esas líneas "como ejercicio de adiestramiento en la literatura", pero son mucho más: el autorretrato de quien compulsa sus distintas facetas -la íntima y la social- desde la tensión que provocan las contradicciones. Alto ejecutivo de una empresa de tabacos, vástago sobresaliente de la gran burguesía catalana, destacado autor de la llamada Generación del 50, el cuidado que Gil de Biedma puso para que las páginas escabrosas de sus diarios se conocieran sólo después de su muerte son la confirmación de que, pese a su afán de claridad lírica, procuró preservar de algunas miradas partes sensibles de su vida.

Las prosas que Gil de Biedma escribió entre 1959 y 1965, que aquí se agrupan bajo el título de Diario de Moralidades, quizás no están tan cuidadas literariamente como las de 1956. Muchas anotaciones son casi telegráficas, pero tienen el atractivo de mostrar cómo aborda la escritura de algunos de los poemas de su segundo libro de versos, Moralidades. Vemos cómo va dotándose de su carpintería poética y adquiriendo una voz original -ese personaje "cercano e impersonal" a la vez- que va desplegándose desde el poema "Idilio en el café" y que es capaz de modular en un mismo discurso altamente expresivo, pero de factura aparentemente sencilla, el amor y la política, realidad y memoria. Los lectores del poeta disfrutarán con sus comentarios sobre Baudelaire, Antonio Machado o Villon y la importancia de su poema "El testamento" en el autor barcelonés. Andreu Jaume dice que al concluir "Pandémica y celeste", uno de los grandes textos de Moralidades, Gil de Biedma "se dio cuenta con cierto temor de que había llegado al final de un viaje que había iniciado en 1956". Ese diario se interrumpe en 1965, cuando se muda del famoso sótano de Muntaner y rompe con su pareja de una década.

Cuando empieza a escribir las páginas de 1978, hace un año que ha comenzado su relación con el actor Josep Madern. Había pasado una década desde la publicación de su último libro, Poemas póstumos, donde incluyó "Contra Jaime Gil de Biedma" y "Después de muerte de Jaime Gil de Biedma". Cree que vuelve a estar enfermo de tuberculosis y, por un momento, piensa en que puede ser de nuevo el joven poeta de 1956. No es así: "la verdad es que he dejado casi de ser escritor". Y otra constatación: "Está bien: tengo cuarenta y ocho años y tenerlos no me gusta, como tampoco me gusta el considerable fardo de escepticismo y falta de ilusión que la edad me ha echado encima". Y concluye: "Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a sí mismo. Vale". El volumen se cierra con las notas parisinas de 1985, su ingreso en el hospital de Claude Bernard. "Esta noche tengo el miedo metido en el cuerpo; ojalá me duerma pronto", escribe el 31 de octubre, jueves. Le quedaban cinco años de vida. Aún le dio tiempo a ver cómo Rafael Alberti proponía su candidatura, sin ningún éxito, al premio "Cervantes" de 1988. El galardón fue para Augusto Roa Bastos. El 12 de diciembre de 1989 moría su gran amigo Carlos Barral. Menos de un mes después, el 8 de enero, lo hacía él. Era ya el maestro de algunos de los mejores poetas que surgieron en esa década.

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