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Lecturas

El juramento hipocrático

Tolivar Faes novela en El mal de la rosa la historia de amor y odios que fue la vida del doctor Casal

La estancia en Oviedo de Benito Jerónimo Feijoo no fue, como atribuye la leyenda, una autocondena de cincuenta y cinco años en un erial provinciano, obtuso, obscuro y buen observante de la costumbre. Feijoo no se quedó en la ciudad resignado para poder crear su magna obra en la paz del desierto, ajeno a las seducciones de la corte madrileña. El clima lo mortificaba, pero el ambiente lo confortó: no le faltaron amigos, espíritus curiosos y eruditos que en su celda crearon una breve corte de ingenios.

Podrían espigarse varios nombres de ese círculo íntimo feijoniano, pertenecientes a la curia, la administración, la universidad, la aristocracia o los gremios, pero, ante todo, ciudadanos libres, como se decía Feijoo, de la República de las Letras. De ellos, quizá uno sobresalió en el aprecio del benedictino, al punto de recomendarlo ante las mejores academias científicas de su siglo. Es el médico Gaspar Casal, el doctor Casal que hoy para muchos ovetenses solo será el nombre de una calle, pero que en su época demostró la posibilidad de hacer grandes cosas desde una ciudad pequeña. Y más: el valor de ser grande en una sociedad a veces mezquina.

Una novela de amor y odios

El mal de la rosa es, así, una biografía novelada del doctor Casal y mucho más: una novela sobre la penuria moral de la gente de bien, y, en concreto, una negación del autorretrato más favorecedor y extendido de la vieja capital de provincia, con dardos muy precisos que viajan en el tiempo. El libro, reeditado ahora tras la publicación agotada de 1990, se presenta con la autoría de Blas de Aces, seudónimo de José Ramón Tolivar Faes (1917-1995), médico e historiador asturiano, conocido por sus estudios de la historia médica de Asturias. Tolivar podía haber aprovechado la figura de Casal para una autobiografía en tercera persona, pues se refleja en rasgos de aquel otro médico ilustrado; pero no lo hace. Escribe sin duda en primera persona; pero interesado en la historia de amor y odios que resulta de la vida de Casal. Menos le importan aquí al autor los pioneros estudios del médico sobre el mal de la rosa que titula a la novela, la pelagra o erisipela, entonces endémica en zonas de Asturias, que llevarían su nombre hasta la Academia de las Ciencias de París y a Casal como médico del rey.

El catalán Gaspar Casal llegó a Oviedo en 1717 de mano de los duques del Parque, trocando sus expectativas en Madrid por las de médico de su casa, en el Principado que algún contemporáneo había calificado como la Siberia española. Más tarde se desempeñó como médico del cabildo municipal y del arzobispado de Oviedo. Su vida, no obstante, aparece signada por su primer matrimonio, con María Ruiz, quien en su Extremadura natal había sufrido de niña un absurdo proceso inquisitorial. En Oviedo, una mezcla de envidias y odio gratuito lo reavivó, incluso ante la oposición del arzobispado. Un episodio poco conocido y más difícil de explicar aún en el tiempo de reformas de Fernando VI. La orden de destierro resultante no se dio por conforme con la muerte prematura de la mujer ni ante las segundas nupcias de Casal, pues se hizo recaer sobre los hijos del primer matrimonio.

Oviedo: mucho pueblo y poca sociedad

El agudo "postfacio" con que Alfonso Rodríguez Fidalgo, discípulo de Tolivar, cierra esta reedición apunta y opta por callar algo de lo que no pocos imaginarán, a partir del matrimonio del autor con la nieta e hija de dos Leopoldo Alas. La discreción médica, que exige que se hable de enfermedades y no de enfermos, es no en vano una clave del juramento hipocrático. También, de la magnanimidad del optimista, como lo fue Casal hasta para no tomarse al desquite sus glorias postreras en Madrid, lejos ya en 1751 de una ciudad que al fin había conseguido desterrar a sus hijos mayores.

Aún no se sabe si Oviedo ha acogido en su seno y su faz urbana el nombre de Vetusta por candor, contrición o firme propósito de reincidencia. El hecho es que se envanece en su peor y más universal imagen, la de una ciudad de pueblo anónimo y sociedad limitada, desfavorable al intruso. Si la pelagra es una enfermedad dérmica, el mal de la rosa nombra aquí otra patología colectiva endógena y de más difícil diagnosis. La seudonimia sintomática que Tolivar eligió para firmar su única novela aclara la importancia que le daba no solo al texto (que él mismo ilustra con sus dibujos) sino a la identificación clínica del mal, antes que a sus protagonistas. Una tarea a la altura de la gran calidad literaria del relato, que no se confunda con la pulcra e informada prosa de un erudito local. Una novela que todo aquel que hoy se diga ilustrado debería leer.

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