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arte

Paulino Vicente en el recuerdo

El artista ovetense que, no queriendo ser cubista ni surrealista, situó su obra entre las mejores de la renovación de la pintura española

Pilar Serrano, su primera mujer, retratada en la intimidad por Paulino Vicente, un cuadro que se deterioró.

Viendo esta exposición del Museo de Bellas Artes, en recuerdo y homenaje a Paulino Vicente con motivo del veinticinco aniversario de su fallecimiento, resulta para mí inevitable revivir aquellos días de enero de 1974, cuando inauguramos con su obra la galería Murillo. ¿Qué exposición mejor para inaugurar una galería de arte en Oviedo que la de un artista unánimemente reconocido como "el pintor de Oviedo", que aseguraba que Oviedo era para él la propia vida y que cuando le pedían una definición sobre los ovetenses contestaba... "¿cómo le diría?..., son como yo, poco más o menos". Y sobre todo, ¿qué exposición mejor que la de un artista que nunca había realizado una muestra en una galería privada de su ciudad, ni por cierto lo volvería a hacer, siendo como era uno de los mejores representantes de la pintura asturiana de su tiempo y con importantes reconocimientos nacionales o internacionales a pesar de su entrañado y obstinado enraizamiento en su tierra y su querencia de siempre a volver... para quedarse?

Oviedo le debía una exposición como aquella, casi diez años después de la anterior antológica que, tras de larguísimo tiempo de silencio expositivo, tanto éxito tuvo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y luego en la antigua itinerancia de las cajas de ahorros de Asturias. Como la presentación de su obra en Murillo fue un gran éxito y todo un acontecimiento cultural, me gustaría pensar que algo influiría en la concesión del título de hijo predilecto de Oviedo, pocas veces tan merecido, que recibió en 1979. Recuerdo bien de aquel momento la colaboración de su hijo Enrique, que diseñó el catálogo y buscó para él los textos de Camón Aznar y Gerardo Diego, y los inolvidables momentos de conversación con Paulino, su irresistible humor anglo-ovetense pero también la inefable inocencia y paciencia con la que, por ejemplo, intentaba explicarle en la sala a un distinguido y pudiente matrimonio por qué razón uno de sus cuadros, que representaba una sola silla, tenía un precio superior al de otro, a su lado, en el que aparecían dos. Pero volver a ver sus cuadros no supone solo evocar el pasado con nostalgia y al artista que los pintó, sino también comprobar una vez más la razón de que nadie osaría llamar pintor localista, regionalista o costumbrista a alguien de tan acendrado espíritu y vocación de lo local. Porque Paulino Vicente aunque no quería ser cubista ni surrealista, ni tampoco autodenominarse vanguardista, como era la moda, hacía una pintura a la altura de las mejores entre otros destacados artistas españoles que por entonces fueron llamados "renovadores" y que, alejándose del anecdotismo costumbrista, buscaban la calidad artística de la obra desde el dominio de los valores plásticos pero también intentaban expresar el sentimiento y la emoción que la pintura es capaz de comunicar. Y el dominio de los elementos plásticos por parte de Paulino Vicente resulta evidente, desde el dibujo extraordinario hasta la composición y el uso equilibrado y armónico del color, pero existen también en su pintura la rotundidad y solidez formal, en la construcción volumétrica y otras veces la capacidad de reflejar sensibilidad y dulzura en pinceladas y matices que pueden conmovernos afectivamente, más que por el motivo, por la manera con que está tratado. Me gustó poder ver de nuevo el paisaje de la calle Cimadevilla. el luminoso momento veneciano y la extrañeza cromática, un punto surreal, en el cementerio de San Martín. Y los grandes retratos, claro, ausentes en la muestra de Murillo, pero sobre todo el "Retrato íntimo" de Pilar Serrano, primera esposa de Paulino Vicente, en la misteriosa intensidad, haciendo de la necesidad virtud, de los fragmentos de su reconstrucción, que se hace exquisito bodegón art decó en el de la mano sobre las flores del jarrón.

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