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Un río inacabable de palabras en el tiempo y en el espacio

El primer volumen de La historia de los judíos de Simon Schama se centra en la fidelidad de los hebreos a la Torá

Es indudable que este libro del historiador Simon Schama (La historia de los judíos, vol. I: En busca de las palabras, 1000 a.e.c.-1492) constituye una obra de ciencia, y así lo comprobará quien lo lea y observe, entre otros aspectos, la profusión y calidad de las fuentes. Pero debe tenerse ante todo por una narración surgida de la más profunda emoción personal del autor. Y no ya por las mil desventuras y catástrofes de su pueblo aquí evocadas. Al fin y al cabo, todos somos descendientes de hombres y mujeres perseguidos, esclavizados, humillados y ofendidos. Tal es la condición humana, aun en este tiempo de teóricos derechos de la persona.

Ahora bien, lo que sobrecoge de admiración es la fidelidad (los inquisidores hablarían de contumacia) milenaria no solo a unos textos, sino al diálogo que una comunidad dispersa por el mundo entabla con ellos siglo tras siglo. ¿Cómo ha sido esto posible?

Los poemas y cantos épicos de la Biblia otorgaron al relato bíblico un aire de profunda antigüedad. Todas esas fábulas, escribe Schama, proporcionaron a los israelitas una sensación de historia ordenada por Dios y les confirieron una genealogía colectiva imaginaria, que los escribas y sacerdotes consideraban requisitos imprescindibles para mantener una identidad común ante la amenaza de la dolorosa realidad histórica. La ley recibida por Moisés dio a los israelitas, en un mundo politeísta, el sentido de su singularidad, marcada por la alianza con Yahvé. Esa singularidad se caracterizaría por su devoción a un único Dios sin forma y sin rostro, quedaría codificada en la Biblia, instituida físicamente en el Templo, y perduraría más allá de cualquier destrucción mundana. Lo distintivo del judaísmo es, por tanto, el vacío sagrado, rellenado sólo por el rollo con las palabras reveladas. He aquí, pues, una religión de vacío físico y plenitud conceptual.

En su contacto con el helenismo iba a ponerse a prueba semejante originalidad. ¿Qué prevalecería, el desnudo o la palabra, Dios como belleza o Dios como escritura, una divinidad invisible o la contemplación de un cuerpo perfecto, la autorrealización griega en pos de la coherencia con la propia naturaleza o la autoconquista judía a través de la obediencia personal?

Las palabras primigenias generan más palabras. La sola Torá escrita no podía hacer frente a las vicisitudes de la vida cotidiana, de modo que los fariseos iniciaron el proceso de adición aportando una "ley oral" concebida no sólo como una extensión de la ley escrita, sino también como una conexión orgánica, vital, entre lo que prescriben los mandamientos y el desafío de cada día. Además, pretendieron que sus interpretaciones eruditas tuvieran una autoridad comparable a la de la revelación bíblica. Se implantó así un sistema que era a la vez abierto y cerrado, y que hacía de los dictámenes de la ley oral objeto de discusiones interminables, milenarias. Pero de ese acto trascendental de auto-autorización surgirían los comienzos de la Misná (doscientos años después) y, en último término, la autoridad de todo el Talmud.

Semejante esfuerzo de adaptación acaba por conducir a un proceso de racionalización. Maimónides, por ejemplo, aunque no exento de las tensiones entre el maestro de lógica y el creyente, consideraba que no sólo era posible seguir siendo devoto y permanecer racionalmente alerta, sino que era imposible ser verdaderamente devoto si no se cuestionaban las cosas y se ponía a trabajar la inteligencia en todo momento. A partir de ese optimismo racionalista cobraría fuerza un judaísmo rejuvenecido.

La historia de los judíos es, en suma, un río inacabable de palabras. Por eso concluye Schama: a pesar de todos los intentos de quemarlas, de borrarlas y tacharlas, de eliminar y criminalizar la lectura del hebreo, de arrancar a los judíos sus libros a golpes, las palabras viajaban sin parar por el espacio y el tiempo. Así pues, los confines de la tierra debían de estar allí donde se posaran las palabras, donde se oyera la voz celeste, a través de todas las imprecaciones y lamentaciones del mundo.

¡Qué libro tan hermoso!

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