Explica el japonés Suzuki (1957), en su particular coda a esta colección de relatos, cómo la bahía de Tokio ha visto desaparecer buena parte de sus islas en menos de cien años. Toneladas de basura expulsada por la urbe han obligado al mar a retirarse y las pisadas de los lugareños han servido para compactar los desechos. Estamos, pues, ante extensiones de tierra dotadas de una alta inestabilidad y sembradas de inimaginables excrecencias de origen humano. En ese lecho, apto para que se desaten las invenciones de una mente febril, crecen las escalofriantes historias acuáticas que dan cuerpo a Dark Water (1996). Las aguas estancadas, la poza, la ciénaga, tienen una espesa tradición como símbolos del mal y enlazan directamente con los espacios más profundos de ese inconsciente desde el que brotan los impulsos atávicos que alimentan todos los terrores. Súmenles la delicadeza proverbial de los narradores nipones para manipular sus materiales y adivinarán la terrible grandeza que albergan las líneas de estos cuentos.