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Pero la vida es la vida, y la vida...

Rosy & John, un muy entretenido caso del comisario Camille Verhoeven, el policía que alumbró Pierre Lemaitre

Pero la vida es la vida, y la vida...

Desde que Pierre Lemaitre (Paris, 1951) ganara hace un par de años el "Premio Goncourt" (ya saben ustedes: una especie de "Nobel" para los franceses) con Nos vemos allá arriba, excelente novela sobre una tan monumental como macabra estafa tras la 1ª Guerra Mundial, las editoriales de prestigio nominal españolas se han lanzado a revolver en las obras anteriores del autor para lanzarlas al rebufo del éxito gouncourtiano. Gracias a ello, se pudo leer aquí la fenomenal Vestido de novia, que no paro de recomendar y regalar y alabar. Pero también irrumpió con fuerza en escena el comisario Camille Verhoeven, el poli ficticio de cabecera de Lemaitre, cuyas características principales son su calvicie, su terquedad y perspicacia, y que mide 1,45 m. Quizá también que le acompaña un ayudante listísimo amén de elegantísimo, licenciado en las más altas escuelas de élite galas, pero que eligió no hacer carrera más que en la gendarmería de a pie. Pues bien, ya hemos leído la muy "gore" y muy mala (en mi opinión) Iréne, la mucho más potable e inquietante Alex cuando nos llega ahora aquella que se tituló "Les Grands Moyens" (que podría traducirse como "Medidas drásticas") cuando se editó por entregas digitales, en plan folletín, como solía hacer el muy admirado por Lemaitre Dumas, y que ha pasado a llamarse Rosy & John ya en libro de bolsillo. Título raro a nuestros ojos y acaso poco atractivo, pues los protagonistas se llaman Rosie y Jean; pero no tanto a quienes en el país de arriba están familiarizados con la canción de Gilbert Bécaud así bautizada y que cuenta la historia de un dúo cómico, de una pareja feliz y muy unida hasta que ella se va y deja solo y muy triste al hombre que se arrastra por el escenario: "Mais la vie c'est la vie, et la vie...", dice.

La novela de Lemaitre sobre tal base musical es intriga pura: cuánto se agradece en estos tiempos metafísicos. Hago una advertencia tan importante como urgente: Rosy & John apareció por capítulos en 2011 y pasó a libro en 2013, antes, por lo tanto, de los terroríficos atentados contra la revista "Charlie Hebdo", la discoteca "Bataclan" y aledaños. Lo señalo porque el estupendo capítulo inicial cuenta la explosión de un obús en una concurrida calle. No hay víctimas mortales. Heridos y muchos daños. Alguien sentado tranquilamente en la terraza de un bar graba en el móvil la escena. Comienza la investigación. Pero el culpable confeso se presenta en comisaría, se entrega. Es un joven impávido (Jean, claro) que solo exige dos cosas: primera, la liberación de su madre (Rosie, claro), que pena en prisión la muerte por atropello de una muchacha; y, segunda, una identidad nueva tanto para él como para su mamá, acompañada de una suma importante de dinero y un billete de avión que los lleve a Australia. ¿Pero cómo un terrorista tiene el cinismo de pedir encima? ¿A cambio de qué? Pues a cambio de que descubra dónde están seis bombas más que irán explotanto día a día: la primera, anuncia, en una escuela infantil. Naturalmente, el revuelo es monumental (y estoy luchando palabra a palabra para no ser demasiado "spoiler", demasiado aguafiestas chafador del argumento): en las comisarías, en los ministerios, en las más altas esferas. El comisario Verhoeven no consigue sacarle información alguna, aun recurriendo a los métodos de persuasión más suaves y con sus trampas psicológicas incorporadas. La Brigada Antiterrorista no consigue sacarle información alguna, aun recurriendo a los métodos de tortura más violentos, sin trampa psicológica alguna. De modo que a esperar o bien que se le concedan a Jean sus peticiones, o bien que uno a uno vayan explotando los obuses escondidos. El último de ellos, avisa Jean, provocará una catástrofe atroz.

¿Y de dónde ha sacado los obuses ese silencioso y frío chaval? Lo cuenta Lemaitre (léanlo ustedes) y no deja de sorprender la facilidad de una empresa semejante, un efecto colateral más de las guerras. Verhoeven se las ve y desea para sacar algo de información: trae a Rosie, a la mamá, ante Jean; ella se muestra efusiva y un punto histérica; él, continúa sereno y doblando su apuesta. Según todos los testimonios no eran una pareja que se llevase bien precisamente; muy al contrario, se pasaban el día disputando hasta que el hijo se iba del hogar en busca de amor, en busca de trabajo? Jean parecía odiar a su madre, pero no podía vivir sin ella, siempre acababa volviendo al hogar. Ahí está el hilo del que el comisario Verhoeven puede tirar. Ahí, echando la vista atrás y revisando otras muertes todavía sin esclarecer? y no puedo contar más so pena de reventar la historia.

Amén de llena de intriga (¿fallarán los obuses por haberlos podrido el paso del tiempo?, ¿es un farol y solo existió el primero?, ¿cederán las autoridades?, ¿por qué grita la madre que sabía que Jean nunca iba a dejarla sola, nunca iba a abandonarla?), la novela es corta: ay, qué gusto da leer algo de menos de 200 páginas en estos tiempos de tochazos inclementes con el lector. De modo que es un entretenimiento muy recomendable. Y, sin embargo?

Sin embargo, queda el regusto de que podía haber dado de sí más la historia si se hubiera ahondado en esa malsana relación materno filial o filomaternal. Pero Lemaitre ha decidido que sea así de corta, así de esbozada, tan a favor de la intriga que no deja lugar a más rizos. Fue su elección y yo no soy el autor. Pero ¿estoy pidiendo más profundidad y, a la vez, alabando la breve extensión de la novela? ¿Me estoy contradiciendo? Como creo que no, aquí propongo la solución: quítense las páginas de relleno que ocupa ese nuevo amor del comisario y sustitúyanse por lo que acabo de pedir. Porque si llega o no a la cita con su chica Verhoeven nos importa un bledo. Y la tragedia de una unión tan repulsiva (como se irá descubriendo) merecería ese espacio. Pero la novela, insisto, no es mía. Muy, pero que muy entretenida.

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