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Un juego para toda la familia, de Sophie Hanna, es un complicado encaje de deducción y psicologismo

Sophie Hanna, británica, es poeta, novelista y también autora de libros y poemas para niños. Es una admiradora confesa de las novelas de deducción de Agatha Christie, lo que la llevó a revivir a Hércules Poirot en Los crímenes del monograma (Espasa, 2014), que volverá a visitarnos en 2016 en The Mysterious Affair at Styles. Recordemos que Christie había posiblemente liquidado a Poirot por un problema de corazón en Telón: el último caso de Hércules Poirot en 1975. Hanna añade a sus novelas detectivescas un marcado componente psicológico, con el que mantiene entretenidas a las personas que las leen.

En Un juego para toda la familia alterna dos relatos, uno de ellos escrito a dos manos. La trama principal sucede en el momento presente y la subsidiaria, que se entrecruza progresivamente con la primera, está ambientada en los 1980s, si bien parece, por los nombres propios y la manera de pensar y actuar de sus protagonistas, que se retrotrae a la época victoriana.

La narradora principal acaba de dejar atrás una vida ajetreada en Londres, conectada con la producción de obras para televisión, y ahora, con 43 años y una hija en el umbral de la adolescencia, se muda con su familia a un tranquilo pueblo de Devon, con el firme propósito de no hacer nada "una sola palabra, rodeada de una respetable cantidad de espacio vacío: Nada. Me llamo Justine Merrison y no hago Nada. Con N mayúscula. Nada de Nada". Pero pronto se ve envuelta en la terrible paradoja de que para poder no hacer Nada tiene que volver a ser una persona enérgica y competente.

La autora mantiene el interés de la obra con unos finales de capítulo al estilo clásico de "X había desaparecido" o "Z en realidad nunca existió", más una serie de intuiciones descabelladas y, a partir de la mitad de la novela, el consabido "quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Todos estos recursos nos invitan a pasar la página, si bien, a un tercio del final, el juego se ha complicado de tal modo que Hanna se ve abocada a hacer un esfuerzo considerable para desenredar la madeja. Por tanto, inevitablemente, algunos episodios se revelan incluso superfluos, lo que no deja de frustrarnos como lectores, que hemos trabajado duro para recordar todos los detalles que nos había ofrecido la autora.

El hecho de que el relato intercalado sea una historia escrita que va llegando poco a poco a las manos de Justine implica que haya muchas referencias interesantes al proceso de construir el entramado definitivo. Ella se queja de que "es agotador que se espere de ti que seas uno de los protagonistas de una obra basada totalmente en otra obra, cuyo libreto no puedes leer y tienes que limitarte a suponer". Pero también es a veces agotador que los personajes salgan y entren continuamente del relato de ficción a la ficción de la novela; Sophie Hanna reconoce en la propia obra que hay demasiados "relatos contradictorios en el aire".

Sin duda le salva su fino humor británico, rayano, a menudo, en la parodia, que distiende, en casi todas las escenas, el sentimiento dramático. Esto propicia que podamos hacer, como en un juego, las conjeturas más imposibles, porque, ateniéndonos al cariz de la novela, pueden ser incluso factibles. Al final casi todo encaja, pero no nos queda la satisfacción de haber compartido una historia "redonda".

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