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El Camino Primitivo recorrido por un novelista

El escritor asturiano Miguel Barrero sigue en Las tierras del fin del mundo los pasos de Alfonso II el Casto desde Oviedo hasta Santiago

El Camino Primitivo recorrido por un novelista

Creo que fue Bruce Chatwin quien dividió a los escritores en dos grandes grupos: estables e itinerantes. Los primeros son de naturaleza sedentaria, mientras que los segundos prefieren el nomadismo y sólo cuando han fatigado los confines sienten de pronto la necesidad de una percha en la que colgar el sombrero, según afirmó también con notable imagen el autor de Anatomía de la inquietud. El saboyano Xavier de Maistre escribió sin salir de su cuarto un extraordinario libro de viajes que es a su vez una parodia del género. Y hay quien ha ido a las antípodas en busca de la historia de su vida sin que los kilómetros le sirvieran más que para despachar un insípido reportaje. Lo que quiero decir es que da igual que uno sea estable o itinerante, nómada o sedentario, porque al final lo que importa es que el texto nos regale una experiencia de vida a través del infrecuente don del talento literario.

A Miguel Barrero (Oviedo, 1980) lo he tenido siempre por un escritor al que no le gustaba mucho alejarse de su mesa de trabajo, los diccionarios, algún paseo con su perro (bueno, ahora tiene una perrita de raza labrador), y que sus deseos de aventura se colmaban con las frecuentes excursiones hasta la librería gijonesa Paradiso. Sus cuatro primeras novelas (Espejo, La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero y La existencia de Dios) no nos hacían presagiar al narrador viajero capaz de echarse al camino, nunca mejor dicho, para contarnos con eficaz prosa los pormenores andariegos de sus días. Tras la lectura de su anterior libro, Camposanto en Collioure, donde ofrece una itinerancia sentimental al gran símbolo del exilio español (la tumba de Antonio Machado), empezamos a sospechar que, en realidad, el joven narrador asturiano es también un escritor de viajes; muy peculiares si se quiere, pero de viajes. No insistimos mucho entonces en esta idea, más que nada porque todo el mundo se apresuró a ponerle a aquel título, premiado en Francia, la etiqueta de novela. Allá cada uno con sus dioptrías.

Confieso que me gusta mucho la literatura de viajes. Matizo: me gustan los libros que sobre la falsilla del viaje proponen, desde los procedimientos y recursos propios del narrador, una escritura en la que caben el ensayo y el reportaje, la historia y la geografía, la antropología y la poesía, la religión y el apunte costumbrista. Hay unas cuantas obras maestras de ese género híbrido y feraz: Cordero negro, halcón gris, de Rebeca West; El tiempo de los regalos, de Patrick Leigh Fermor; El imperio, de Kapuscinski o Danubio, de Magris. Un buen libro de viajes no es otra cosa, en definitiva, que una metáfora de la existencia, como supo bien Homero al escribir uno de los títulos fundacionales de la literatura universal, la Odisea.

Las tierras del fin del mundo (Trea), la última obra de Miguel Barrero, lleva un subtítulo exacto: "De Oviedo a Compostela por el Camino Primitivo". Y es lo que promete: el recuento de la travesía que hizo a pie su autor -desde la capital asturiana hasta el sepulcro donde se afirma que reposa el apóstol Santiago- durante catorce días, desde el 5 de septiembre de 2015, sólo dos meses después de que esa ruta jacobea fuese declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El escritor sigue los pasos del gran rey que fue Alfonso II de Asturias, apodado el Casto e "inventor" de una de las grandes vías culturales y espirituales del planeta, para responder a una pregunta que tiene tantas respuestas como peregrinos se ponen en marcha hacia ese finis terrae, el punto más occidental del orbe conocido por los romanos: ¿qué encontraré? Y, además, ¿qué ha mantenido vivo el deseo durante más de once siglos, en gentes de varia condición y procedencia, de alcanzar la tumba compostelana?

"Pienso ahora que quizás todo tenga que ver con eso que ya supieron ver nuestros ancestros, cuando antes de los sepulcros y de los apóstoles y de las buenas nuevas evangélicas seguían esa ruta desde el este en el que nace la luz hasta el oeste en el que se extingue", conjetura Miguel Barrero en una de las páginas más hermosas de un libro muy bien escrito, como todos los suyos. No espere aquí el lector una mera guía turística, aunque son muchas las indicaciones prácticas que se dan; tampoco un cuaderno de anotaciones culturales o paisajísticas, pese a que hay también inteligentes observaciones sobre lo que halla a su paso (desde la catedral de Oviedo a la de Lugo, desde los monasterios de Cornellana y Obona a la sufriente belleza del puerto del Palo; ni siquiera el diario de fatigas de un romero que todo lo anota, aunque el excelente narrador y el buen periodista que es el escritor asturiano aprovecha los materiales que le salen al paso (de la cabra Valeria a un insólito grupo de taiwaneses, de los compañeros de albergues y cantimploras al asesino de la peregrina norteamericana Denisse Pikka) para mantener alerta nuestra atención; y mucho menos el relato de alguna revelación que no sea estrictamente humana, asombrosamente humana. Ahí está la importancia de este libro que gustará de igual manera al estable y al itinerante: "Nadie está a salvo nunca, porque a la postre -lo he dicho en alguna parte- el Camino es como la vida. O es, mejor dicho, una vida constreñida y diminuta que se inserta en la otra, en la ordinaria, para refrescarnos lecciones que teníamos olvidadas y enseñarnos que todavía somos capaces de hacer y sentir cosas que creíamos relegadas en lo más hondo del baúl de la desmemoria".

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