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La Brújula

Fragmentos del soñador exiliado

Manifiesto incierto, un diálogo de Frédéric Pajak, padre del ensayo gráfico, con Walter Benjamin sobre fascismo, tiempo, Historia y muerte

Dibujo sobre los panfletos antisemitas de Céline. FRÉDÉRIC PAJAK / ERRATA NATURAE

El franco-suizo Frédéric Pajak (1955) se presentó la temporada pasada ante el lector en castellano con La inmensa soledad, un volumen calificado de "ensayo gráfico" que, sin duda alguna, constituyó la mayor sorpresa editorial en muchos meses. Pajak, dibujante y narrador-filósofo con una larga trayectoria de agitador misántropo, tendía en La inmensa soledad (2011) un insospechado puente sobre la ciudad de Turín y, a través de ese voladizo, hacía converger la peripecia vital de Pavese y Nietzsche.

Un año después, el primer volumen de Manifiesto incierto abre a los lectores la perspectiva de estremecimientos renovados junto a las tintas y los textos de Pajak. Renovados e innúmeros, porque Manifiesto incierto es una obra en marcha que, en Francia, donde ha hecho caer muchos sombreros, va ya por la cuarta entrega. Su autor, más amante de divagar entre fragmentos que de pontificar sobre lo inefable, avanza que su trabajo no tiene final previsto, aunque intuye que nueve partes podría ser sinónimo razonable de infinitud.

El primer volumen de Manifiesto incierto lleva por subtítulo "Con Walter Benjamin, soñador abismado en el paisaje". El juego mortal y descarnado entre Pavese y Nietzsche cede ahora a un oscilar entre el propio Pajak y el filósofo alemán que en septiembre de 1940, a los 48 años, se suicidó en Port Bou por miedo a que la Policía española lo deportase a Francia. Benjamin, judío viajero que había abandonado Alemania en abril de 1933, se dirigía a EE UU. Al pie del Pirineo, y angustiado por la idea de caer en manos de la Gestapo, prefirió entregarse a una sobredosis de morfina.

En los primeros compases del Manifiesto, Pajak explica cómo desde su infancia le acompañó el deseo de reunir dibujos y textos breves en un libro que durante años se le resistiría. Hasta que, eso no lo explica Pajak, el trabajo sobre Nietzsche y Pavese le proporcionó el molde que buscaba y le permitió, al fin, deslizarse sin máscaras en sus historias. Siempre en diálogo por yuxtaposición. Ahora con Benjamin, y un poco con Beckett -"ser artista es fracasar como nadie más se atreve a fracasar"- y con algunos pintores holandeses. Más adelante -lo verá el lector en próximas entregas- con Pound o con Van Gogh, tal vez con Joyce o Apollinaire. Exiliados, suicidas. Son sus santos de cabecera y Pajak los utiliza para contarse a sí mismo. Donde no llegan sus ojos, recurre a los de sus maestros. Igual que sus dibujos -que complementan a los textos, más que ilustrarlos- arrojan sombra y luz sobre el silencio que envuelve a la palabra. Y a la inversa.

Pajak narra a Benjamin porque, además de coincidir en el gusto por el fragmento desechado y en el desinterés por la construcción sistémica, le fascina su sensibilidad extrema y contradictoria, su mezcla de idealismo germano, marxismo anarcoide, romanticismo y misticismo hebraico. Se siente cómodo en compañía de esa mente, tantas veces alterada por el alcohol y el hachís, capaz de dejar que sea el eco plurisémico de las palabras mismas quien tome la batuta del discurso, a despecho incluso de la lógica académica. Pero si lo usa como espejo y frontón es también porque comparten la atracción abismal por el paisaje que delata a los viajeros. Ibiza y, en menor medida, Capri y Sicilia tienen papeles destacados en el Manifiesto.

Y más allá de todo eso, Pajak recurre a Benjamin para ahondar en la fosa de los fascismos, para sobrevolar la muerte -"bajo las piedras, bajo la tierra, no hay nadie" -, para exigirle al compendio trágico de la Historia que devuelva a los vencidos la voz que se les ha hurtado en aras de la reconstrucción, y para denunciar la vacuidad de un tiempo presente que está siendo despojado de cualquier rastro de pasado mientras se deshilacha hacia un espejismo de futuro.

Este conjunto, de larguísimo aliento, se condimenta con una percepción lírica de lo grotesco. Como la que se despliega en la escena, ambientada en el Metro de París, en la que Pajak comparte banco con una joven de hiriente belleza. La misma beldad que, al levantarse, deja sobre su asiento una enorme mancha. Es de orina y, al gotear sobre el suelo, centellea.

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