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De parodia cómica a fundamento de la novela moderna

El componente satírico de la obra cervantina propició su redescubrimiento y su consagración universal en el siglo XVIII

Por extraño que nos pueda parecer hoy, el Quijote no fue en el siglo XVII un éxito editorial llamativo. La popularidad de los personajes, fundamentalmente por la caracterización física que Cervantes les proporciona, sobrepasó con creces la del libro. Y la consideración del mismo como parodia de un género ya suficientemente desprestigiado, el de los libros de caballerías, supuso una valoración equivalente, la que hoy denominaríamos con el término infraliteratura. Tanto en España como en Francia, Inglaterra e Italia, el Quijote fue valorado como una obra amena, de carácter cómico, pero al mismo nivel que los libros de caballerías, calificados con frecuencia como un subproducto literario. Para los entendidos del XVII el Quijote carecía de la sustancia moral que poseían, en cambio, La Celestina o el Guzmán. De manera que el Quijote era a sus ojos una obra ligera pero no valiosa (como reconoce Gracián al prohibir su lectura al hombre de juicio).

Fueron varios factores los que permitieron que en el siglo XVIII el Quijote pasase a ser uno de los libros más estimados en toda Europa, traducido y elogiado con inusual frecuencia, justo en el momento en el que la cultura española se encontraba absolutamente relegada, por contraste con la posición de privilegio que había gozado a comienzos del XVII, el momento en el que se publica la novela cervantina.

El más importante de esos factores, a mi modo de ver, sería la nueva condición que adquiere el Quijote, la de sátira, no una simple burla, en sintonía con la enorme dimensión que la actitud crítica va a desempeñar para los ilustrados. El propósito satírico que los hombres del XVIII admiran en la novela lo encuentran en el Quijote gracias a una interpretación que va a adquirir una enorme difusión en toda Europa. Esa interpretación es la del jesuita francés René Rapin, quien destaca al Quijote dentro de la sátira en un libro sobre poética que se tradujo de inmediato al inglés y que tuvo un gran eco. Rapin interpreta el Quijote como una sátira no ya de los libros de caballerías sino de los valores caballerescos, que estarían profundamente enraizados en la aristocracia española. El resultado habría sido una sátira muy sutil de la nación porque toda la nobleza española estaría obcecada en lo caballeresco. La idea sería recogida y divulgada por toda Europa por Louis Morèri en su Dictionnaire Historique, una obra con enorme repercusión.

Ese nuevo papel que pasa a desempeñar el Quijote, el de sátira de los valores caballerescos, aristocráticos, propios de la sociedad del Antiguo Régimen que se pretendía superar, le proporcionaría un diferente estatus y facilitaría una mirada bien distinta de los novelistas ingleses, capaces, ahora sí, de descubrir las innovaciones narrativas de Cervantes que habían pasado desapercibidas en el XVII: la ironía bondadosa y la autoconciencia del narrador, fundamentalmente.

Los novelistas ingleses más importantes del XVIII, Fielding, Smollet, Sterne, incluso Richardson (quien desencadenaría el gran éxito de la novela sentimental), pueden apreciar ahora en el Quijote virtudes narrativas que hasta entonces habían pasado desapercibidas. Frente a la novela idealista del siglo anterior, en especial la francesa, encuentran en el Quijote un relato que es capaz de mostrar las situaciones, conflictos y sentimientos que consideran pertenecen a la vida real, no a la estereotipada, convencional, que había mostrado la literatura. Y, al mismo tiempo, reconocen el uso de una fresca ironía combinada con lo que ahora llamaríamos autoconciencia del narrador, un fructífero juego con el sorprendido lector de las voces autoriales, de las máscaras que utiliza Cervantes para hacer cómplice al lector del carácter ficticio de la historia. De manera bien diferente a la mirada que proyectarán después los románticos, el siglo XVIII vio a don Quijote como un ser alucinado por una manía desfasada y ridícula (la obsesión caballeresca), como lo había hecho el siglo anterior, pero, en cambio, percibió su incomparable humanidad, su bondad y nobleza de corazón. Sin que perdiera peso el componente satírico que encontraban en la obra (referido a la concepción del mundo feudal), valoraron las virtudes positivas del personaje, que lo convertían en un ser entrañable. Igualmente entrañables son personajes quijotescos como el Parson Adams de Fielding o el Toby de Sterne, ridículos en unas manías que les hacían ver el mundo a través de su mirada deformada, pero dignos de ser amados por sus cualidades personales, por su bondad de corazón en especial.

De este modo, se sientan las bases de la gran novela del XIX, en la que la huella del Quijote resulta trascendental. La lista de los escritores en los que la influencia cervantina llegó a ser decisiva es impresionante: Dickens, Melville, Stendhal, Flaubert, Turgueniev, Dostoievski, Tolstoi, Galdós, Clarín y tantos otros que se podrían citar. Por no mencionar que una selección de novelistas cervantinos del XX incluiría, al menos, a Kafka, Proust, Joyce, Mann, Nabokov, Calvino, Kundera, Fowles, Faulkner, Mailer, Naipaul, Bellow, Amis, Auster, Handke, Fuentes, García Márquez? Los novelistas del XVIII van a ser, en definitiva, los culpables de que, al leer novela de nuestros días, estemos leyendo indirectamente a Cervantes. El Quijote había cambiado de un modo decisivo el destino de la novela (y, en cierta forma, de la concepción de la literatura) antes de que los románticos aplicasen a la novela cervantina su escala de valores, completamente distinta a la del Siglo de las Luces, y convirtieran al Quijote en el mito que ha llegado hasta nosotros y del que cualquiera ha oído hablar aun cuando no haya leído la novela. La idealización de los valores caballerescos, al lado del destino frustrado de don Quijote en sus ambiciones caballerescas, acaban conduciendo a la interpretación simbólica de la obra: don Quijote como representación del idealismo más noble (el desinteresado, el que está destinado de modo inevitable al fracaso).

Los románticos con su interpretación simbólica abrieron una vía muy peligrosa, por la que la novela cervantina se convierte en expresión alegórica de los conceptos más alejados. La fuerza del mito, que ha cobrado vida propia con independencia del texto, ha tenido como consecuencia que buena parte de las lecturas del Quijote posteriores al Romanticismo, incluyendo las actuales, se hagan todavía con los presupuestos románticos. Al igual que a finales del XIX los reaccionarios y los liberales creían ver en el Quijote, con idéntica seguridad, la expresión apenas disimulada por Cervantes de unas posiciones ideológicas o de las contrarias, hoy día ha servido de supuesto cauce de las ideas más estrambóticas o, por otro lado, como excusa para construir los discursos teóricos más complejos.

La lección que podemos obtener de este proceso es la de liberarnos de esa obsesión por encontrar un significado oculto del Quijote. El mejor punto de partida para la lectura de la novela cervantina es el de que no hay explicaciones absolutas. De modo que el lector haría bien en arrumbar el mito construido por los románticos y disfrutar por sí mismo, sin filtros previos, del texto de Cervantes, mucho más rico y complejo que el estereotipo que ha producido.

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