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Dimitri y el ruido del tiempo

Julian Barnes indaga en el miedo y la culpa de Shostakóvich durante los años estalinistas del terror

Dimitri y el ruido del tiempo

Una de las cosas que más admira Julian Barnes de Gustave Flaubert es que no hubiera escrito el mismo libro dos veces. Por ello intenta no repetirse. Barnes ha cumplido 70 años y para celebrarlo ve la luz El ruido del tiempo, un estremecedor monólogo de Dimitri Shostakóvich con los terribles años estalinistas del terror de fondo, en el que el célebre compositor se ve obligado a reconciliar los recuerdos fragmentados de su vida con lo que el Estado pretende de él. Su degradación, la de su familia, la complicidad con el régimen soviético que le corroe, y una especie de duplicidad algo solipsista que trata de ahogar con la música, son los hilos trágicos que mueven esta historia.

¿Qué más podría hacer? Nadie escapa a su destino, piensa Shostakóvich. Cuando las amenazas empezaron a raíz del estreno de Lady Macbeth de Mtsensk en el Bolshói, el 26 de enero de 1936, dijo a sus amigos que aunque le cortasen las dos manos seguiría escribiendo música con la pluma en la boca. Pero en la Rusia de Stalin, como Barnes extrae de la reflexión de su propio personaje, no había compositores que escribiesen ayudándose de los dientes. "En lo sucesivo sólo habría dos clases de compositores: los que estaban vivos y asustados y los que estaban muertos". Shostakóvich decidió, pese a la bravata inicial, formar parte de los primeros.

La historia comienza con Dimitri Dmítrievich en el rellano de la escalera del bloque de apartamentos de Moscú, donde vive, en medio de la noche, aguardando el ascensor que trae a la policía secreta. Sabe que vienen a por él y también que los que arrastran de su lecho en pijama raramente regresan, mientras que sí suelen hacerlo los que se han tomado la molestia de salir de casa con una maleta en la mano aparentando no tener miedo. La ópera Lady Macbeth se ha representado con disgusto de Stalin, y "Pravda" recuerda la desviación burguesa del compositor en los días sucesivos al estreno. Su música ha hecho que los perros grandes empiecen a ladrar. No es difícil averiguar lo que sigue a continuación. La burocracia asesina está funcionando: le aguardan interrogatorios en la Casa Grande, la deportación a Siberia, o, lo que es peor, un disparo en la nuca. El interrogador quiere saber, además, cuál es su relación con el mariscal Tujachevski, su padrino, acusado de planear el asesinato del gran timonel. Tiene suerte, la purga del policía que le investiga le supone el indulto provisional. Sin embargo, a partir de ese momento queda sujeto a lo que el régimen disponga. Lo convierte en un pelele. Doce años después, en 1948, se ve obligado a seguir la línea del Partido formando parte de una delegación rusa que asiste en Nueva York a un conferencia por la paz. En 1960, como si la vida le fuera organizada en intervalos exactos de tiempo, en la etapa Jruschov, recibe un golpe final a su integridad cuando deciden que debe afiliarse al Partido Comunista. Ya entonces daba vueltas "como una ardilla en una rueda", escribe Barnes. No resultaba del todo fácil ser un cobarde, algo que requiere perseverancia, incluso obstinación, y sin embargo tenía entrenamiento. "Cuando se casó con Nina Vasilievna, estaba asustado para comunicárselo a su madre. Cuando se afilió al Partido, tuvo demasiado miedo a notificárselo a sus hijos. La línea de cobardía era la única que avanzaba recta y segura en su vida".

Barnes ha construido esta vez una novela algo desordenada si la comparamos con El sentido de un final, la magnífica obra de suspense con que ganó el premio Man Booker. El ruido del tiempo no deja de ser una visión de la cultura soviética y sus relaciones con el poder de un escritor nacido en las Midlands, concretamente en Leicester la ciudad que ahora celebra una Premier League. Se lee como si se tratara de una serie de instantáneas y viñetas, más de doscientas imágenes que surgen de la cabeza del protagonista atormentado por la culpa. A través de ellas, valiéndose como recurso de aforismos, juegos de palabras y cierta melancolía, indaga poderosamente en el miedo. Aunque la narración no siempre se impone al dominio de la retórica. Un vicio de Flaubert que, en cambio, sí se repite en el autor inglés que más le admira.

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