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Herederos de sangre

Lo que sé del amor, la novela de Nacho Guirado sobre la educación sentimental

La decimoquinta edición del Premio Principado de Asturias de la Fundación Dolores Medio distinguió a la novela de Nacho Guirado (Oviedo, 1973) Lo que sé del amor. Ajeno a las modas y posturas más gregarias de los círculos literarios, Guirado ha ido acumulando una importante obra narrativa, donde destacan ya algunos de los premios menos marcados del panorama nacional; una trayectoria que no pretende abrir caminos estéticos originales, y que libera quizá con ello al autor de la servidumbre de la novedad, para concentrarse en el diseño de los caracteres y el desarrollo realista de dramas psicológicos. Sin más trucos de manos, pues, que la dramatización permanente que Henry James reclamaba para la obra literaria.

Esta novela no evita ser al mismo tiempo un ensayo sobre la educación sentimental, de sesgo determinista, con protagonistas llamados a reproducir lo que han conocido de niños en casa. Un escritor bloqueado ante la segunda parte de su vida, tras una ruptura matrimonial y una trayectoria incapaz de ofrecer una obra satisfactoria, alquila su casa de campo como residencia creativa para otros autores, con los servicios de anfitrión y consejero literario. Recibe a un enigmático huésped, Félix, que trata de superar su propio bloqueo ante el relato autobiográfico de los años clave de su infancia, atrapados en la soledad compartida de un hogar de las torres del barrio ovetense de El Cristo; el odio larvado de un matrimonio que vive de espaldas, con los hermanos sitiados por la enfermedad degenerativa de la madre y la minusvalía emocional del padre, entre la permanente ruina económica y la creciente ruindad materialista. Pero la expiación de los orígenes encubrirá también una dura confesión.

El resultado es una novela en la que el autor sujeta con pulso firme la innegable ambición del relato, sustentado sobre el cálculo del tempo narrativo. Desconcertará hasta que se comprenda bien la peculiar morosidad del tiempo rural, el pormenor con que se nos cuenta la elaboración de una receta o de un simple café; una forma de llegada a un espacio refugio donde las cosas recobran su verdadera importancia y, dejando atrás el infierno personal, se tiene la sensación de haber llegado a un hogar, que ante todo es una unidad de tiempo. Pero solo será una tregua antes de que la catástrofe recupere su inercia.

Quizá sea necesaria una revisión del texto para evitar reiteraciones léxicas y cacofonías que deslucen el conjunto; y merecería atenuarse el efectismo del desenlace, con irrupción de la caballería incluida. Siempre para dar relieve a los grandes méritos de la novela. Por un lado, las evoluciones del diálogo entre los dos personajes, con la cura de humildad que sufre la soberbia profesoral del narrador, de ser un "coach" literario que anota en rojo los manuscritos que el protagonista le extiende, hasta que comprende que la verdad de la literatura cae lejos de la hacendosa corrección del taller literario y los manuales de estilo, para residir en la pura necesidad interior.

Después, la estructura general, que me ha dado qué pensar por su riesgo: el relato está escorado por un gran bloque inicial que dibuja a los personajes y un último cuarto en el que se agolpa toda la información sumergida del iceberg de la memoria del protagonista. Un marcado desequilibrio entre caracterización y situación, que parecen no encontrar forma de ir más de la mano; pero que, aparte de no tener quizá mejor remedio, refuerza lo anterior: esa propuesta del relato como honesta visceralidad. Un autor al que, por encima de su independencia, los lectores debemos acompañar con atención.

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