Acaba de iniciarse una nueva temporada de ópera en Oviedo, en el teatro Campoamor. Hay una coincidencia mediática, reciente y creciente, en que la ópera como género está a la última y que ha conseguido conquistar a las nuevas generaciones, sobre todo desde el prisma de las nuevas tecnologías, de la comunicación masiva a través de las redes sociales. El análisis es un tanto básico porque estamos ante los resultados de un proceso que dura décadas, no es algo espontáneo de última hora, y se ha venido desarrollando desde mediados del siglo XX, cuando grandes cantantes y directores de escena y musicales percibieron la necesaria e imprescindible renovación de una propuesta cultural demasiado cercana al precipicio, anclada en una tradición asfixiante que alejaba a los jóvenes de los teatros y que, además, desnaturalizaba su esencia original.

Oviedo, aunque más tarde, no ha estado ajeno a todas las tendencias y corrientes modernizadoras -y las consiguientes tensiones que todo ello ha llevado aparejado- que operísticamente se han ido configurando en los grandes teatros internacionales y puede decirse que se ubicó, entre los coliseos españoles, a la cabeza de la renovación desde los inicios de la década de los noventa del pasado siglo. Pudo hacerlo antes porque proyectos existieron, y muy a la vanguardia desde finales de los años setenta, pero las dinámicas son las que son y los ritmos de avance de una corriente cultural que sólo consigue apoyos políticos de forma tangencial, y no como una implicación sustancial en los mismos, generan procesos lentos, casi a la defensiva en algunos momentos.

La ópera, como género, tiene una fortaleza absoluta: la unión de la palabra y la música y la inclusión de otras disciplinas en ella, la convierten en un "contenedor" infinito. Como tal no solo vive de rentas: indudablemente el gran repertorio romántico -italiano, alemán y francés- es el eje de la mayoría de las temporadas. Pero la apertura ha sido espectacular hacia títulos menos frecuentados y ha conocido una verdadera explosión en el ámbito barroco, ahora vector imprescindible en cualquier temporada o festival. Además, la ópera se ha negado a limitarse a explorar el pasado. Los estrenos son algo normalizado y el público los acoge con cierta expectación, sobremanera en los teatros de mayor importancia.

La revolución ha llegado por la suma de múltiples factores: nuevas generaciones de cantantes que, quizá sin el carisma de los grandes "divos" del pasado, sí atesoran una formación integral más sólida -no sólo en técnica vocal, también en interpretación dramática-, o directores musicales que han hecho un esfuerzo importante, con el apoyo esencial de la musicología, en lo que a las partituras se refiere, en depurar y limpiar cada obra, el catálogo de cada autor. Esto ha llevado al "redescubrimiento" de muchas óperas de Rossini, Haendel y muchos otros autores. Títulos que estaban injustamente olvidados y de gran calidad ahora asentados en el repertorio. Un ejemplo se convierte en paradigma: Il viaggio a Reims de G. Rossini, en nuestro tiempo garantía de éxito y antes apenas representado. Y, por último, la gran polémica, la madre de todas las batallas, los demonios del aficionado tradicional, esos seres que sólo buscan "asaetear a los compositores", según el sector más conservador: los directores de escena.

Aquí es donde el cambio ha sido brutal y se han desatado y desatan las mayores tensiones en los teatros. La ópera es un género vivo y, por tanto, sujeto a continuas nuevas versiones sobre los materiales de partida, las partituras y libretos que configuran cada obra. ¿Es el director de escena un creador? ¿Lo es acaso el cantante o el director musical? ¿Lo son todos ellos? Es un debate eterno. Hay cuestiones muy sencillas de entender, si se quiere, claro. Cuando el Museo del Prado custodia "Las Meninas", su obligación es mantener el cuadro en las mejores condiciones posibles. Se limpia y se le aplican nuevas técnicas de restauración si es necesario. Pero, en contraposición, un teatro no es un museo. Es, como dice el maestro Barenboim, un organismo vivo que nace cada vez que se levanta el telón. Una ópera es una partitura sometida a múltiples puntos de vista: el primero de ellos el de la tradición que modificó arias, incluyendo sobreagudos más vistosos nunca escritos por los compositores. Cada maestro musical posee un punto de vista de la obra que tiene encomendada. Los cantantes aportan su personalidad que hace que los roles sean diferentes en función de quien los interprete -de lo contrario asistiríamos a un desfile de robots, todo siempre igual- y los directores de escena aportan su visión de la obra. En cada ámbito ha habido abusos, acercamientos absurdos y despropósitos, también aciertos geniales que han hecho avanzar el género.

La vigencia de la ópera está basada en el vigor que tiene como expresión artística sublime. Su presencia es internacional y la demanda resulta cada vez mayor. En Oviedo se llegan a realizar hasta ¡cinco funciones! de algunos títulos. Esto es un acontecimiento y nos deja ver la capacidad que tiene para sobreponerse a las acusaciones de ser un género elitista. Hacer ópera, zarzuela, música clásica, teatro o danza, mantener bibliotecas, archivos o teatros ¿es caro o es barato? Ni uno ni otro, debe verse como un derecho ciudadano que las instituciones han de proteger.

Este año la temporada de Oviedo nos traerá propuestas escénicas y musicales de todo tipo. Habrá, sin duda, algunas que traerán polémica porque son arriesgadas y ahí está otra grandeza de la ópera: su capacidad para seguir provocando pasiones enfrentadas. El repertorio será revisitado con audacia, en Faust o en Così fan tutte, por poner dos ejemplos y, al final, la emoción estará presente y su experiencia estética única es la que importa. Y ese hecho, nunca se pasa de moda.