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Libros

Las inclemencias

Rachel Cusk novela en A contraluz la crisis de la mediana edad

Ninguno de los paradigmas asociados a la mediana edad posee tanto peso específico como el que se vincula a la palabra crisis. Tal es así, que parece que la inmersión en la mediana edad sólo es posible o merece sanción mediante el expediente de haber padecido una crisis. Hasta entonces hay malas experiencias, hay errores de cálculo y hay falsas expectativas, pero sólo la crisis precipita la entrada efectiva en la madurez. Es un pasaporte indiscutible a cierta condición vital, a un país de gente herida.

Rachel Cusk presta cuerpo a esta temática en una obra, A contraluz, que si bien adopta el aspecto de novela puede contemplarse como una entrevista múltiple, casi como una pesquisa sociológica. La excusa que pone en marcha la narración es muy sencilla. Una novelista inglesa viaja a Atenas para impartir un breve curso de escritura. En ese viaje hablará con una serie de personas, comenzando por su vecino de asiento en el vuelo a Grecia y terminando por la escritora que tomará su relevo en la enseñanza. Todas estas personas son ilustraciones de ese paradigma de la crisis como instrumento demoledor de las estructuras vitales.

Estructura es, de hecho, la palabra más importante en A contraluz. Sin estructura, apenas existen hechos. Y los hechos, por sí solos, no significan nada o admiten cualquier interpretación, lo cual viene a ser lo mismo. La estructura organiza un relato; el relato presta cohesión y sentido a la existencia. En la mediana edad las personas han construido familias, han cancelado vocaciones, han adquirido propiedades, han renunciado a parte de su libertad y han visto morir a sus mayores. Incluso han comenzado a reflexionar acerca de su propio final. Ese complejo relato, que contribuye a la autopercepción en el mundo, precipita una crisis cuando se agrieta.

Faye, la narradora de A contraluz, ha dejado atrás las pasiones tras su divorcio y el alejamiento de sus hijos. La pérdida de su relato la ha prevenido contra nuevas tentaciones, al punto de que incluso la admiración, esa segunda piel durante la juventud, ha cedido paso a cierta aquiescencia negligente. Faye se limita a contemplar las vidas ajenas como comentarios a su propia peripecia. La felicidad de los otros, que ella sabe pasajera por impresionante que pueda parecer, se le transparenta como un vago eco de la que ella conoció y perdió.

La apatía de Faye, su negativa a sufrir nuevas formas del desconsuelo, hace de ella la oyente perfecta. Esa es la razón de que en A contraluz se hable tantísimo. El novelista, a quien en un determinado momento de la acción se menciona como constructor de secuencias, como recolector de las distintas organizaciones que la vida adopta, es una gran oreja en la cual los otros depositan sus cosechas y tormentos, la miel y la hez. Cusk ha revelado esta delicada función de escucha y decantación con distanciada ironía, en una obra que se puede leer como una encuesta sobre las inclemencias de la edad.

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